domingo, 30 de marzo de 2014

Desenterrando la Cibeles, enterrando la libertad (relato)




El gobierno de la República, para evitar la destrucción de los principales monumentos de Madrid, los protegió del mejor modo que pudo, a base de ladrillos, arena y sacos terreros, construyendo alrededor de los mismos auténticos monumentos. Tras el triunfo de los militares golpistas y la instauración del régimen fascista genocida, tras aquel parte de guerra que resonó, golpeando como martillos en el cerebro de los perdedores durante muchos años:

 «En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.»

  Quienes intentaron y lograron salvar los monumentos o estaba en la cárcel, habían muerto en la guerra, fueron asesinados ante un pelotón fascista o huido al extranjero.  La falta de perjuicios de los dueños de los destinos de España, los llevo a utilizar mano de obra infantil en muchos casos para desenterrar aquellos monumentos, en ocasiones disfrazándolo de juego, pero en realidad no lo era.  Más cuando muchos eran hijos de los vencidos, eran hijos cautivos, desarmados y sin esperanza en una España gris. 


El ver esta foto, llena de tristeza me ha inspirado este triste relato:

Los falangistas llegaron bien de mañana gritando y dando fuertes golpes en la puerta de la corrala, hasta llegaron a escucharse dos tiros y unos gritos ahogados. La anciana se levantó temblorosa mientras Amalia se metía en el cuarto de los chiquillos, en un intento de proteger a las criaturas.  La vieja Celia abrió temerosa la puerta. Sin darle tiempo a apartarse entraron los falangistas en tromba con sus fusiles, cayendo la pobre mujer en el suelo, ante las risas de los intrusos.

—¡Carmelo García! ¿dónde está ese hijo de puta? Preguntaron como único saludo.

La anciana horrorizada, no sabía que responder. Un falangista le puso el fusil a dos palmos de la boca.

—Dónde está ese hijo de puta o te arranco de un tiro los cuatro dientes que te quedan.

—Está, está muerto —balbuceó.

Desde una habitación llegaron sollozos infantiles.

—¿Quién está en el cuarto? —Preguntó el falangista que llevaba la voz cantante, haciendo un gesto a un jovencísimo falangista para que se encaminase hacia la puerta, que ya todos estaban apuntando todos, menos quien encañonaba a la anciana.

 Un el joven falangista abrió la puerta apareciendo una mujer con aspecto enfermizo y un niño de unos catorce años.  Tras ellos se encontraban dos niñas con cara de pánico, la mayor de no más de diez y otra que no tendría los cinco.

—Está muerto, me lo mataron hace tres días en Atocha[1] — musitó la mujer en un tono apenas audible.

—Por algo sería —replicó el falangista que parecía dirigir el grupo.  Luego mirando al niño, le pregunto —: ¿Tú cómo te llamas?

—Carmelo García Martínez—contestó el niño, claramente asustado.

—Pues ya está, te vienes con nosotros, es a ti a quien buscábamos, el hijo de puta eres tú —espetó el falangista, soltando una carcajada, coreada por quienes estaban a su lado.

—No ha hecho nada, es un crío —se atrevió a agarrar a su hijo la mujer, mirando suplicante al falangista.

—¡Calla, puta! Su padre enterró la Cibeles y él la tiene que desenterrar, los pecados también se heredan.

A la madre le brillaron los ojos de rabia, mordiéndose los labios. El niño apretó los puños y miró casi desafiante al falangista. Ambos se encontraron con un fusil en la cara.

—Cuidado... ¿Conocías a Gregorio Díaz? Se le ha ido la boca cuando le hemos ido a buscar y bueno… —dijo con sarcasmo del jefe falangista —. Supongo que a los hijos de los rojos también los entierran...Si se porta bien, esta noche lo tendrás otra vez en tu casa.

Con un gesto, el falangista apartó a la madre, sacando de un empujón al niño, que permanecía con los puños cerrados y cara de asustado. La abuela, que se había levantado, intentó salir con el chiquillo, pero un nuevo empellón la tiró contra el suelo. Empujaron al crío hacia el exterior y uno de ellos esperó a que el resto saliera. Lo conocían las mujeres y las niñas, que temieron lo peor.  Cerró la puerta sin soltar el picaporte, pero bajando el fusil.

—Celia, Carmen, tranquilas. No le pasará nada, como mucho le saldrán callos en las manos. Yo me ocupo de que vuelva sano y salvo. – Dijo conciliador abriendo la puerta y saliendo, antes de que las mujeres pudieran preguntar.

 


Bajaron a la calle donde otro grupo de falangistas mantenían secuestrados a otros ocho niños, de entre doce y quince años. Carmelo conocía a todos, eran vecinos, amigos o conocidos. Todos ellos tenían algo en común, eran hijos de albañiles y sus padres muertos en la guerra, en la prisión de Atocha o fusilados ante un pelotón de ejecución. Todos tenían cara de asustados. Algunos con lágrimas en los ojos, otros con gesto de rabia o circunstancias. En la calle a cierta distancia, madres y hermanas permanecían retenidas por un numeroso grupo de falangistas y guardias, llorando con cara de espanto y dolor.

—Vamos, hay mucho trabajo por delante —ordenó el jefe falangista.

Carmelo miró hacia atrás, vio salir a su madre, hermanas y abuela por la puerta, al tiempo que eran conducidas junto al resto de mujeres que lloraban al final de la calle. No fue necesario caminar mucho, llegaron a la explanada, donde todavía permanecía oculta la diosa Cibeles, protegida durante la guerra por la Junta de Protección Tesoro Artístico del Gobierno de la República, al igual que la vecina fuente de Neptuno, y otros monumentos, con la intención de protegerlos de los salvajes bombardeos franquistas y nazis. La diosa, con su corona mural, similar a la del escudo constitucional de la República, se había protegido con muros de ladrillos, rellenos de arena, un perfecto búnker que evito su destrucción. A los pies de la bella tapada, se acercó varios obreros con unas palas.

—Son vuestras —dijo el jefe falangista, al tiempo que entregaban las palas a los muchachos —. Vuestros padres la enterraron, vosotros las desenterráis. Así es la vida, los hijos deben asumir los errores de sus padres, y sino, acordaos de vuestro amigo Gregorio Díaz…

Les apuntaron con los fusiles y todos con la cabeza gacha cogieron las palas.  Subieron sobre la diosa, y comenzaron el trabajo de desenterrar la bella tapada, primero quitaron los sacos terreros, para luego con palas y listones comenzar a retirar la arena. Sabían que cada pala de arena que retiraban de encima de la diosa era una palada de arenas con la que enterraban la libertad de España, su propia libertad. Estaban seguros de que bajo la atenta mirada de los verdugos del nuevo Régimen que se cimentaba con la sangre de sus padres y de tantos otros que soñaron con la libertad. Había pasado apenas una hora, con la cabeza de la diosa ya al descubierto, cuando se presentó un fotógrafo, que pasaba por allí, para inmortalizar el acontecimiento.

Una hora después llegó un fotógrafo para inmortalizar el desenterramiento de la diosa Cibeles. El jefe de los falangistas les hizo bajar y los reunió antes de la foto.

—Ahora, quiero que todos levantéis bien la mano, saludando a la nueva España y gritando: ¡Arriba España! ¡Viva Franco!¡Ay! de aquel que no lo haga, estoy seguro de que no querréis —dijo señalando a sus madres, hermanas y abuelas, que contemplaban los acontecimientos desde la distancia— que vuestras madres vayan mañana también de entierro como la madre de Gregorio Díaz.

Gregorio había sido el mejor amigo de Carmelo. Recordaba a su padre el mismo el día en que fueron del Sindicato a buscar al suyo, para un trabajo especial, cubrir la diosa Cibeles, para que se salvará de los bombardeos. Miró buscándole entre sus compañeros de trabajos forzados, efectivamente no estaba allí, estaba claro, era cierto que le habían matado. Pensó en alzar el puño y gritar:

¡Viva la República!

 Tal y conforme en tantas ocasiones había hecho con entusiasmo al lado de su padre, al lado de su amigo Gregorio, pero miró a su madre, su hermana y su abuela, y cuando estaba posando para la foto, alzó la mano con decisión y grito:

¡Arriba España! ¡Viva Franco!

Y las palabras se le clavaron en el corazón como puñales, recordó a su padre asesinado. Revivió el odio que sentía sobre aquellos que le obligaban a alzar la mano. Quiso ser dueño de las armas que le apuntaban. Pensó en saltar y arrebatarlas y disparar contra los asesinos de su padre, pero sabía que no podía, que era solo un niño, que veía como otros fusiles apuntaban a su madre y a su hermana. Notó las lágrimas correr por sus mejillas. Trago la rabia y mantuvo la mano alzada hasta que el fotógrafo lo indicó.

Aquel niño, hoy anciano, cada vez que pasa delante de la Cibeles, escupe al suelo, y coloca su mano izquierda en la solapa, donde luce la bandera de la República. Mira las ostentosas banderas que estropean el lucimiento de la diosa Cibeles, recordando aquel día en que desenterraron la Cibeles y que coincidió con el inicio con el enterramiento de la libertad, que todavía espera ser completamente desenterrada.

Con ternura y lágrimas en los ojos mira a su nieto que camina de la mano a su lado. Imagina trepando hasta lo alto de la diosa mancillada y colocando sobre la misma la bandera de la República, para que la diosa recupere también la dignidad, alza el puño y grita con todas sus fuerzas.

¡Viva la República!

Su nieto lo mira con admiración, conoce la historia que tantas veces le ha contado su abuelo, imita el gesto y repite también.

¡Viva la República y viva mi abuelo!


©Paco Arenas, autor de la novela "Magdalenas sin azúcar", el libro que según algunos profesores de historia deberían leer los jóvenes.




[1] La prisión de Atocha fue una de las múltiples edificaciones religiosas que con gusto cedió a la dictadura franquista la Iglesia. Fue famosa por su número de presuntos suicidios, por sus insalubres y las torturas diarias. Hoy alberga el Colegio Salesianos de Atocha.  Ninguna placa rinde homenaje a los asesinados en el interior de sus muros. 


 Foto superior : Martín Santos Yubero
Publicado también en Unidad Cívica por la República ,
en                             Eco Republicano
y en                          LQsomos





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