Hay que recuperar,
mantener y transmitir la memoria histórica, porque se empieza por el olvido y
se termina en la indiferencia.
José Saramago
Advertencia innecesaria:
Todo
cuanto aquí está escrito sucedió a distintas personas no necesariamente en los
lugares mencionados ni por supuesto los nombres se corresponden con quienes
vivieron los acontecimientos. Por tanto, distintas vivencias de distintas
personas en la vida real, en la novela pueden unificarse en un solo personaje o
a la inversa, vivencias de una persona pueden aparecer en dos o más personajes
con desenlace diferente al real.
LEER PRIMEROS CAPÍTULOS MAGDALENAS SIN AZÚCAR
Aquella mañana, tras casi una semana de lluvia intensa, tan solo caía una ligera llovizna. Apenas hay goteras en la galería, al contrario de los días anteriores que las fuertes tormentas provocaron que las piedras del techo destilaran agua y humedad en forma de múltiples filtraciones por toda la galería y el pavimento de piedra. Todavía no ha amanecido y ya Felipe está despierto. No ha dormido en toda la noche pendiente de Paco García, el cual durante toda la noche tirita y delira diciendo cosas sin sentido. En la oscuridad, Felipe le puede ver y escuchar el castañear de sus dientes, le coloca su manta encima. Nota que tiene fiebre, se la quita de nuevo, avisa a los guardias, pero nadie acude. Ahora parece dormir tranquilo, ya no le castañean los dientes, ni respira con dificultad, parece dormir plácidamente. Emilio llega en esos momentos de hablar con el grupo de cuatro hombres que están esperando que los fusilen desde hace más de ocho días. Mira a Paco García, se agacha sobre su macuto sacando un jersey. Felipe puede ver cómo con disimulo esconde algo que parece un papel. Se miran a los ojos, Emilio pregunta sin palabras por Paco.
—Creo que nuestro paisano se muere
—responde Felipe.
Emilio se encoge de hombros, no es Paco
García quien le preocupa, lleva días con fiebre alta sin ser atendido, tiene
asumido que va a morir, todos lo saben. Le preocupan los cuatro jóvenes que
serán fusilados, posiblemente aquella misma mañana, después de haber estado
ocho días esperando en la celda reservada para los condenados a muerte, trayéndolos
la tarde anterior de nuevo de regreso a la galería.
—Hoy no se libran —indica Emilio.
—¿Quién sabe? Hace más de dos meses que
no fusilan a nadie, tal vez se hayan cansado de tanta sangre —contesta Felipe.
—¿Tú crees? Esta gente no tiene
compasión.
—Ya. Mira a nuestro paisano, tres días
tiritando sin que le hagan caso.
Ambos miran a Paco García. Lo último que
escuchó Felipe de su boca a mitad de la noche entre delirios fue:
—Ni que mande el fascio ni que mande el
comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos.
—Cállate, que como te oigan —había
siseado alarmado Felipe.
—Ni que mande el fascio, ni que mande el
comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos —repetía una y otra vez el
pobre hombre, intentando que sus palabras cada vez se escuchen más fuertes.
Están los dos hombres en cuclillas
cuando se abre la puerta de la galería encendiendo las luces y despertando a la
mayoría de los presos. Emilio masculla entre dientes:
—¡Maldita sea!
Aparecen cuatro guardias, van directos a
donde se encuentran los cuatro guerrilleros, mas no se los llevan a las celdas
de los condenados a muerte, van directos ante el pelotón de ejecución, les
dejan despedirse de los compañeros. Falta todavía más de una hora para que
amanezca. Tanto Felipe como Emilio se han tumbado sobre sus mantas, agotados de
toda la noche sin dormir. Cuando los guardias entran por segunda vez, viene un
médico con ellos, se detienen junto a Paco García, el anciano anarquista, el
único que había en Juncos. Se agacha, tomándole el pulso.
—Más vale que hubiesen llamado a don
Gervasio. Este hombre está muerto. Sáquenlo de aquí —dice el médico
levantándose.
—Tú y tú —les indica uno de los guardias
a Emilio y a Felipe—, vosotros sacad a vuestro amigo de aquí.
No son necesarios más, Paco García es
puro pellejo, llevaba semanas enteras sin comer, ni tan siquiera la bazofia que
recibía y en las pocas ocasiones que la comía, vomitaba. Ningún médico lo ve,
ni él tampoco lo hubiese querido. Paco García quería morirse. No tenía nadie
fuera, sus hijos habían muerto y su compañera enloqueció y una mañana la
encontraron muerta en un barranco de Juncos, en el único precipicio que hay en
toda la comarca, cerca del río. Nadie la echó de menos hasta que en la última
visita que hicieron las mujeres a Cuenca no se presentó para subir al autobús.
—Estaba como una chota, desvariaba cada
vez más, pero no hasta ese punto —dijo alguien en el pueblo.
Lo cierto es que tenía motivos para
estar loca y para desear la muerte, pero no estaba loca. Paco sabía que
buscaría la muerte y no tuvo fuerzas para decirle que no lo hiciese porque él
también deseaba morir. Muchos sufrimientos a lo largo de la vida para soportar
sus viejos esqueletos, ya no podían más ninguno de los dos. Habían soñado con
crear una comuna ácrata en Juncos, la habían predicado como apóstoles en el
desierto. Ya casi ancianos, dejaron de predicar su credo libertario. Ni sus
hijos siguieron sus pasos. Antes del golpe de Estado del general Franco, ellos
tan solo aspiraban a trabajar la tierra y a sacar la basura de los corrales
para venderla a los hortelanos como abono, de ahí su eterna cantinela:
—Ni que mande el fascio ni que mande el
comunismo, la basura la sacaremos siempre los mismos.
Ya no hablaban de Bakunin, tampoco de
García Oliver, Ascaso o Durruti. En la Mancha no prendió la llama libertaria.
Podrían haberse marchado a Cataluña o Valencia, pero amaban la tierra y
decidieron vivir sus últimos años el uno al lado del otro con sus hijos lo más
felices que les permitieran. La guerra no llegó a Juncos hasta después de
finalizar la contienda, pero, a pesar de ello, la guerra y la posterior
represión se llevó a sus siete hijos, ninguno se libró, ni siquiera Liberto,
con quince años se lo llevaron a Uclés, lo mataron antes de pisar el
monasterio, en el momento que le preguntaron su nombre.
—Liberto García López.
Era todavía un chiquillo que jamás
hablaba de política por no llevar la contraria a sus padres, él no era
anarquista. Tampoco sabía lo que era, no tuvo tiempo. Con su cara de niño
imberbe antes de cruzar la puerta de la prisión lo mataron delante de su padre
y de su hermano. Miguel, el siguiente en juventud a Liberto, con diecisiete
años, no aguantó la presión e intentó huir, solo lo intentó, un disparo por la
espalda segó su vida cuando todavía no llevaba un mes en Uclés. De los otros
cinco hijos fueron recibiendo noticias durante la guerra, todos murieron en la
batalla, incluidas sus dos hijas. No, ni Paco García ni Llanos López tenían
ganas de darse ánimos. Resulta difícil dar ánimos cuando no se tiene ilusión
por vivir.
—Paco, me voy a tirar por el barranco de
la cueva de las Grajas, ya no puedo más.
—Que yo pudiese ir contigo de la mano
—fue su respuesta.
Alargaron sus brazos tocándose la punta
de los dedos, mientras que ambos batallaban por no estallar en llanto. Aquella
noche nadie echó de menos a Llanos, solo él. Él sabía que lo haría y se acostó
sobre un charco sin manta ni nada. Al día siguiente se negó a comer. Jamás
nadie le dijo que había muerto. Sin embargo, él ya sabía lo que ella haría y cuándo
lo llevaría a cabo. Tras salir Llanos por la puerta, Paco García decidió no
vivir y hasta el agua sucia que recibía con cabezas de sardinas nadando en su
superficie le sobraban.
Aquel día de finales del otoño en el
exterior lloviznaba. Los guardias que llevan capotes sobre sus uniformes
caminan detrás de los cuatro hombres que van a ser fusilados. Felipe y Emilio
llevan a Paco García en volandas hasta una camioneta donde colocan su cuerpo.
Les ordenan seguir a la misma caminando detrás. Notan cómo la lluvia les
resbala por la cara y se van empapando sus ropas hasta calar todo su cuerpo.
Mientras el aire frío se introduce hasta el mismo tuétano de sus huesos. La
lluvia mezcla con sus lágrimas el sabor amargo de ver quienes van a morir, el
agrio de la rabia y la impotencia de no poder hacer nada.
En el paredón, junto a las murallas,
esperando se encuentra otra camioneta y un coche. La camioneta, en la que va el
cadáver de Paco García, se detiene al lado de la otra, a unos metros del coche.
Ambos vehículos tienen las luces encendidas y encaradas a un grupo de guardias,
también con impermeables, que esperan la llegada de los presos que han de ser
fusilados. Presos y guardias caminan en dirección a donde está el pelotón de
ejecución, que al ver llegar al grupo comienzan a posicionarse. Se detienen
ante el coche, en su interior hay un teniente de la Guardia Civil que mira el
reloj de muñeca tocándolo con el dedo, dando a entender que llegan tarde. Al
lado de la camioneta se encuentra don Gervasio, un joven sacerdote, protegido
de la lluvia por un paraguas negro, se trata del mismo que junto a Braulio
salvó a Felipe de morir cinco años antes. Cerca de donde está el pelotón de
fusilamiento hay tres hombres jóvenes cavando la húmeda tierra con dificultad.
El barro se pega a las palas a pesar de estar la tierra movida. Cavan hasta que
las palas chocan con algo, son los cuerpos de los últimos presos fusilados. Se
detienen un momento y al instante siguen cavando hasta que hay sitio suficiente
para los cuatro que les han dicho que van a fusilar aquella madrugada. Al ver
al quinto, dudan, hablan con el sacerdote, que se acerca a la fosa.
—Sobra —dice el sacerdote.
A continuación, el cura se dirige a
donde se encuentra el teniente e intercambia unas palabras con él. Este hace un
gesto con la mano, saca cuatro dedos, y señala a Felipe y a Emilio. El sacerdote niega con la cabeza y continúan
hablando. Parece que el sacerdote intenta retrasar la ejecución. Mientras tanto,
los guerrilleros y guardias permanecen al lado. Felipe y Emilio sacan el cadáver
de Paco García en volandas de la camioneta, tales conformes les han ordenado.
Teniente y sacerdote parecen alterados, al final es el teniente quien impone
sus galones y los cuatro guerrilleros son obligados a ponerse frente al pelotón
de guardias. El teniente no se baja del vehículo, grita:
—¡Cabo!
Y uno de los guardias que están
esperando llega corriendo cuadrándose ante el teniente marcialmente.
—Son tuyos, cabo, termina de una puta
vez.
—A sus órdenes, mi teniente.
Al girarse, el cabo se fija en los dos
junqueños y sonríe al ver a Felipe. Sin embargo, no dice nada. Se encamina
directamente hacia el pelotón, mientras los guardias conducen a los
guerrilleros. Los disparos se unen al grito de los guerrilleros:
—¡Viva la República!
Solo uno de ellos muere de manera
instantánea, los otros tres permanecen aún vivos tras los primeros disparos,
muriendo uno un par de minutos después. El cabo les ignora y va directamente en
dirección a donde se encuentra Felipe y Emilio con el cuerpo del infortunado
compañero, todavía en volandas. A unos pasos el sacerdote se planta frente al
primero colocándole la pistola en la sien.
—¿No quieres cantar como aquel día,
Felipe, Felipe López?
El sacerdote farfulla algo impropio de
un sacerdote, camina los pasos que le separan del cabo y le obliga a bajar la
pistola, apartándola con decisión. El cabo mira al sacerdote contrariado. En
los ojos del sacerdote ve un enojo que infunde temor.
—Cabo, ya ha cumplido su cometido, deje
a este hombre en paz —inmediatamente se dirige a los junqueños—. Echad a
vuestro compañero a la fosa, voy a bendecirlos.
Felipe de nuevo está aterrorizado, le
cuesta caminar. Emilio nota la dejadez de Felipe y se echa el cadáver sobre sus
hombros para llevar él todo el peso. Deja caer el cuerpo de su paisano sobre la
tierra húmeda de la fosa, es el primero en caer. Los gemidos de dolor de los
dos guerrilleros moribundos desgarran el alma de quienes los escuchan. Ese día
el teniente no quiso mojarse, no repasa los fusilados para darles el tiro de
gracia, la llovizna se ha convertido en fuerte lluvia. Tres hombres esperan con
las palas en la mano para enterrar a los muertos a pesar de que dos de los
fusilados todavía están vivos. Los sepultureros esperan que el teniente baje a
darles el tiro de gracia antes de llevarles a la fosa. Sin embargo, el teniente
no baja del coche, no quiere mojarse. El cabo se acerca al coche e informa al
teniente.
—Que los tiren tal cual, si de todos
modos se van a morir, qué tontería de gastar balas inútilmente.
Pero los sepultureros no se mueven a
pesar de haber escuchado al teniente.
—Están vivos, es inhumano —se atreve a
decir uno de los sepultureros. Aunque difuminado por el crepitar de la lluvia
llega a los oídos del teniente. Felipe y
Emilio, que escuchan la orden del teniente, se quedan horrorizados.
—Cabo, pégale un tiro a ese imbécil y
que aprendan a obedecer los otros.
El cabo se acerca a los sepultureros,
con la Star en la mano, protegida de la lluvia por la manga del impermeable y
sin apenas apuntar, dispara sobre el sepulturero que había hablado. De
inmediato, uno de los compañeros del mismo no puede evitar gritar:
—¡Criminal!
El cabo, Ernesto Pujalte, no tenía orden
de disparar contra ningún otro. Sin embargo, disparó y el cuerpo del segundo
sepulturero cayó al suelo sin vida.
—Pero… —se atreve a protestar el
sacerdote.
—Tranquilo, padre, ahí tiene el recambio
—señala el teniente a Felipe y Emilio. Después, mirando al tercer sepulturero,
pregunta—: ¿Algún valiente más?
—Mi teniente, ya ha habido muchos
muertos. Esos hombres eran dos buenas personas —le recrimina el sacerdote.
El cabo mira al teniente, este le hace
un gesto como que lo deje estar. Cierra la puerta del coche y sin contestar, da
la orden al chofer para que arranque. El coche se marcha, quedándose el cabo,
Ernesto Pujalte, al mando del pelotón de guardias, el sepulturero, el sacerdote
y los de Juncos. El cabo, ignorando al sacerdote, se dirige a los junqueños.
—Agarrad a esta basura, echad a esos
infelices a la fosa, cogéis sus palas y los enterráis… basta ya de tantas
tonterías…
El sacerdote se interpone entre ellos y
el cabo le mira fijamente.
—Aquí no se entierra a nadie vivo.
—Padre, no es esa la orden que tengo,
así que lo siento.
Entonces, el sacerdote introduce la mano
por el lateral de la sotana sacando una pistola. Con paso decidido se acerca a
los dos guerrilleros que todavía continúan vivos, les dispara en la cabeza a
uno primero y al otro después. Guarda de nuevo la pistola y con un gesto,
ordena al sepulturero que queda vivo y a los junqueños que amplíen la fosa por
los márgenes. Las palas se clavan en la tierra chocando con los cadáveres allí
enterrados. El cabo está pendiente de que sean echados a la fosa. Una vez los
siete cadáveres dentro, el sacerdote coge el hisopo y sin pedir permiso a los
muertos, porque no lo podían dar y de estar vivos posiblemente no lo hubiesen
dado, rocía de agua bendita sus cadáveres, todo esto sin resguardarse de la
lluvia mientras musita una oración. Media hora más tarde se encuentran los
junqueños, el sepulturero, el sacerdote junto con dos guardias en un cuarto
anejo a la capilla. Están todos tensos, el sacerdote maldice, jura y perjura,
es el más irritado de todos. Saca una botella de coñac y echa un trago que le
quema la garganta, la deja en la mesa después. El tercero de los sepultureros,
el único que queda vivo, saca café, leche caliente y magdalenas. Felipe tiene
ganas de vomitar y Emilio coge un vaso y echa un poco de coñac en el mismo,
bebiéndoselo de un trago. El sacerdote les observa detenidamente.
—Comed. Esto es algo a lo que os tenéis
que acostumbrar —Se queda unos instantes pensando, mira al enterrador que queda
vivo—. Tobías está aquí porque un paisano suyo se puso malo, a su paisano
terminaron fusilándolo. Él todavía puede contarlo. La desgracia de unos es la
suerte de otros, habéis tenido suerte, ahora hace falta que la sepáis
aprovechar.
—Aquí estaréis bien —añade a media voz
el aludido Tobías, se le nota afectado—. Don Gervasio se porta muy bien con
nosotros.
Suspira aquel hombretón rubio y de
hermosas facciones. Acerca con parsimonia una silla a la mesa y se queda en
silencio. Al instante, se levanta y sale de la sala. Los guardias miran al
sacerdote esperando órdenes. Sin embargo, este no dice nada. Después de un par
de minutos, sale asimismo el sacerdote para volver a entrar los dos hombres
juntos, el enterrador con signos de haber llorado.
—Llevábamos más de dos años juntos. Eran
las dos mejores personas que he conocido en esta maldita vida de mierda —dice
agarrando una magdalena y estrujándola con la mano. Mira despues al sacerdote y parece
arrepentirse, cuidadosamente la acomoda en el papel, evitando que caiga una
sola migaja al suelo, se la come en silencio, volviéndose a sentar.
El sacerdote se acerca a la mesa, agarra
un par de magdalenas ofreciéndoselas a los de Juncos, que las comen en
silencio.
Comienza una nueva etapa dentro de la cárcel,
la de las palas, los rezos y muerte...
Fin del extracto del capítulo XVº de la novela basada en hechos reales, Magdalenas sin azúcar, de Paco Arenas.
Se puede adquirir la novela a través de Amazon o a través del autor en mensaje privado en Messenger de Paco Arenas