©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
jueves, 23 de julio de 2020
El señor y la señora Smith, el gobierno y el holandés errante, ¿por qué nos llaman imbéciles?
©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
jueves, 16 de julio de 2020
El discurso que debería dar el ciudadano, no electo, Felipe de Borbón, y que, a no ser que sea demócrata, nunca dará
©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
domingo, 12 de julio de 2020
Madre… ¿para qué sirve un rey?
A dos príncipes
vi en persona, uno de lejos y otro de cerca, por culpa de un rey putero, que vi
a dos metros a las cuatro de la mañana, sentí el terror de ver como un grupo de
policías y guardias civiles nos apuntaban con las metralletas como si fuésemos terroristas,
cuando éramos solo turistas despistados (escrito está en mi libro Caricias rotas) El primer príncipe, fue después
un rey que solo pensó en acaparar riquezas para su patrimonio personal a costa
del pueblo, y en tirarse todo lo que se moviese. El segundo príncipe, lo conocí
a menos de dos metros de distancia, era muy rubio y con ojos azules, tenía apenas
ocho años, yo dieciséis. Las palabras, tan insultantes como soberbias, que
escuché de aquel mocoso gritar a las personas que lo cuidaban, jamás las
escuché en toda mi vida a nadie. No
creo, que aquel príncipe rubio, ahora que es rey haya cambiado mucho, tampoco
lo sé, solo sé que yo pago de mi bolsillo manutención a cambio de nada.
La primera
vez que vi un príncipe y una princesa, tendría unos trece años, y llevaba ya
casi un año trabajando como botones en el hotel «Ses Sabines» de la bahía de
Sant Antoni de Portmany, después de haber estado en el Hotel Excelsior. Todavía,
por aquel entonces, 30 de noviembre de 1973, España estaba bajo la bota del
dictador, y dos príncipes extranjeros: Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia,
estaban haciendo su gira promocional por España, al tiempo que ensalzaban la
figura del dictador golpista y genocida Francisco Franco.
Salió un día
soleado, y aunque había salido la noticia en el Diario de Ibiza, la mayoría de
los trabajadores del hotel no sabíamos nada. Nos enteramos por el director:
—Hoy es un
gran día, visitan nuestra isla Sus Altezas Reales los príncipes de España, y es
intención nuestra que el hotel esté bien representado por sus trabajadores…
Tras darnos
un discurso «patriótico» De aquella reunión salimos todos los trabajadores del
hotel con una banderita, franquista sin pollo; pero franquista, al fin y al
cabo.
—Ahora todos
a mostrar nuestro gran cariño a los futuros reyes de España —nos dijo el
director, mientras yo miraba aquel trozo de plástico pegado a un palito de
madera de mal pino.
Teníamos dos
horas libres, y muy contentos, sin saber muy bien el motivo, nos encaminamos hacia
la avenida doctor Fleming, uniéndonos a los trabajadores de otros hoteles,
algunos coreando antes de llegar, las consignas que les habían dado sus jefes:
¡Viva
España!
¡Viva
Franco!
¡Vivan los
príncipes!
Yo era muy consciente
del «cariño» que tenía mi madre a los príncipes, al dictador, y no sé si lo
pensé o no, pero lo cierto es que, sin tener miedo a la posible regañina de mi
madre, como pude me deshice de aquel plástico, dejándolo entre las palmeras del
Paseo Marítimo. No resultaba difícil escabullirse, y eso hice. Atento al reloj,
me largué a mi casa sin formar parte de aquella parafernalia, seguro de que mi
madre aplaudiría mi acción, conociendo sus ideas republicanas. Al llegar a mi
casa, contra todo pronóstico, mi madre me riñó duramente.
Todavía existía
mucho miedo en aquellos postreros años de la dictadura, que creíamos agonizante,
y como los Pokémon, evolucionó para cambiar algo, para que todo siguiese igual,
la dictadura perfecta, aquella que sus víctimas llegan a creerse que viven en
democracia. Nuestras ideas de libertad
se dejaban para la intimidad, como el catalán de Aznar, cual judíos conversos
en tiempos de la Inquisición.
Al final,
supe que estaba orgullosa de mí y como en otras ocasiones terminamos hablando
de nuestras cosas y surgió la pregunta sobre la cuestión:
— Madre…
¿para qué sirve un rey?
Ella me
señalo un rincón, en el cual había colocado un jarrón con flores artificiales,
viendo que no comprendía lo que me quería decir, se acercó al florero y
cogiéndolo me lo puso cerca de la nariz para que oliese las flores, que al ser
artificiales…
—No huelen,
son flores que no sirven para nada, solo adornan… pero no cuestan prácticamente
«cuartos», si me costarán un solo duro más de lo que pagué para comprarlo, o
tuviese que quitarles pan a mis hijos para mantenerlo, ya la habría tirado a la
basura. Un rey no sirve para nada, un
rey es alguien que se le paga toda su vida para que haga de holgazán, por haber
nacido de un determinado útero. Y se le paga y mucho, a pensar no da ningún
provecho a la nación. Puede ser bonito para mucha gente, muchos de los han ido
hoy a aplaudir, estarán realmente emocionados y recordarán este día durante
muchos años. Pero, hijo mío, cuando
termine la visita volverán a sus trabajos, a echar 14 horas diarias por un
sueldo que no les da para vivir (era lo que se trabajaba entonces en los
hoteles). Y aunque no puedan comer ellos gritarán con entusiasmo ¡Vivan los
príncipes y viva Franco! Estas flores que no cuestan un real, adornan más que los
reyes nos cuestan una fortuna, un rey solo sirve para arruinar un país, como
decía tu padre: con ningún rey los pobres nos hemos hartado, como mucho hemos
hambreado...
Miré el
reloj cuando el griterío y los vivas iban bajando de volumen. Salí corriendo de
nuevo hasta el Paseo, recobré la banderita franquista y me uní al resto de
compañeros. Media hora más tarde me
incorporé a mi puesto de trabajo y durante los próximos días tuvimos que
recuperar las horas perdidas dando gritos de admiración a unos príncipes
impuestos por un asesino.
Llamaba la
atención, según decían, que él, soberbio, ni miraba a la gente, y ella, según
dicen, movía la mano como si la tuviese tonta.
Mis compañeros, entre tanta multitud y
emoción, por haber visto unos príncipes, «tan guapos» no se habían percatado de
mi ausencia. Todos gritaron
enfervorizados, sin pensar en cómo vivían, diciendo lo guapo que era el
príncipe y lo bien vestida que iba la princesa. Mientras yo pensando ¿para qué
sirve un rey? recordando las palabras de mi madre.
Cuarenta y
siete años después, todavía hoy me sigo preguntando para qué sirve un rey aparte
de para vivir a cuerpo de rey y saquear las arcas públicas. La comparación con
el florero la he pensado en muchas ocasiones; pero no me convence, a pesar de
la sabiduría campesina de mi madre:
En el florero se gastaba mi madre 3 duros y
duraba años, no servía para nada, era un estorbo que no tapaba ni el hueco en
que, estaba, pero tampoco requería mucho gasto de mantenimiento, tres duros y
pasar el trapo de vez en cuando. Mientras
la monarquía, un rey hay que estar pagándole de por vida, a él y a su familia,
sea listo o tonto, honrado o ladrón. Con
lo que recibe, con lo que nos cuesta la monarquía, más de 500 millones de euros
anuales, podrían comer muchas familias, habría para pagar todos los desmanes de
esta pandemia que está todavía arrasando España, y de la que nos va a costar
salir. Por si esto fuese poco, todas las navidades se cuela en nuestra casa
siguiendo la costumbre del dictador que le apadrinó, así que en mi casa debo
estar atento y apagar el televisor unos minutos antes de las nueve para que no
me fastidie las navidades, que termina fastidiándomelas, porque luego todas las
televisiones se tiran una semana emitiendo «sus sabias palabras» que otros le
han escrito y él se ha limitado a leer, sin venir a cuento, y que hablan de
honradez y conductas ejemplares.
A estas
alturas del siglo XXI, con dos reyes y dos príncipes sufridos, me sigo
preguntando:
¿Para qué sirve un rey?
©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
viernes, 3 de julio de 2020
EL arma de Amparo (Cuatro años de cárcel por llevar una pulsera con los colores de la República) #TodasSomosAmparo #LeyMotdaza #5AñosDeMordazas
—¿La pulsera?
—Pero si es una pulsera...—titubeo perpleja Amparo.
—Es el arma de la agresión —replicó el policía que llevaba la voz cantante.
—Es una pulsera, exactamente igual como la que lleva usted, pero con distintos colores...—dijo Lola, que no podía creerse lo que estaba viendo, al observar que el policía llevaba una pulsera muy parecida a la de Amparo, pero con los colores de la rojigualda, en lugar de la tricolor.
—Usted se calla, si no quiere que le tomemos también los datos, por desacato a la autoridad amenazó el policía.
—Es la verdad, hagan lo que quieran, pero no es desacato, sino constatar una realidad, Amparo lleva una pulsera con los colores de la libertad, y usted lleva la otra, ninguna es un arma —no se amilanó Lola, que siempre fue mucha Lola.
—Eso, lo tendremos que decidir nosotros o el juez, ahora, entréguenos el arma...—dirigiéndose, ya, a Amparo el policía.
La entrada de media docena de policías, acalló las protestas de los cinco iaiosflautas presentes.
—Me voy con ellos, no quiero problemas, no he hecho nada y sería estúpido pensar que me pueda pasar nada...porque, señor policía, ¿ustedes saben que según dice M.Rajoy, estamos en un Estado democrático y de derecho? ¿Verdad? —Se atrevió a ironizar Amparo, agarrando su bolso, dispuesta a marcharse con los policías, con tal de no complicar la vida a sus compañeros.
©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
NOTA IMPORTANTE
jueves, 2 de julio de 2020
La pulsera de la libertad como arma
—Esta es mi bandera —fue lo único que les dijo, y continuó su marcha.