Hilos de
esperanzas rotas (extracto)
Siempre nos quedaran hilos de esperanza para unirlos y hacer coser nuestra bandera…
María se acerca a la puerta que sube a la cámara
y ata la cuerda del picaporte al cáncamo de la pared. Se abraza fuertemente a
Felipe.
—Nos vamos, nos vamos, nos vamos a la República
Argentina, a México, a donde sea, pero nos vamos —le dice sin dejar de besarlo.
Él se abraza a ella, las lágrimas resbalan por
sus mejillas, la besa como aquella primera vez junto al viejo molino de viento,
fundiendo sus labios, sus cuerpos en un abrazo intenso. Cuando el beso termina,
se separan y se miran fijamente a los ojos, los dos están llorando.
—Nos echan —dice él—, nos echan, han ganado,
ahora sí estamos vencidos de verdad...
—Te equivocas —contesta ella como un susurro—,
nos vencieron, pero no nos rendimos, siempre nos quedaran hilos de esperanza
para unirlos y hacer coser nuestra bandera…
—Hablas como tu padre…
—Son palabras de mi padre, decía que los pobres
podíamos ser vencidos, pero nunca debíamos perder la esperanza, nunca
deberíamos decir ni pensar que estábamos derrotados, que mientras haya un hilo
que se pueda unir a otro… Aunque nuestra bandera esté pisoteada por las botas
del enemigo, siempre debemos tener la esperanza de comenzar a tejer una nueva
bandera de la libertad y emprender de nuevo el camino de la lucha…
—Buen hombre —musita él.
—Buen hombre —repite ella.
Lo vuelve a besar y abrazados se buscan y se
pierden en la penumbra del cuarto, sobreviven a la oscuridad mientras un trueno
anuncia que se avecina una nueva tormenta. En la cámara se escuchan las risas
de sus hijas jugando, ajenas a la tragedia. Felipe se duerme viendo los copos
caer sobre la repisa de la ventana. María permanece despierta abrazada a él, piensa
en tierras lejanas donde comenzar una nueva vida. Tiene miedo, sabe que no será
fácil comenzar a vivir en una tierra extraña, por mucho que de igual forma, se
hable la lengua de Castilla. Será difícil dejar atrás su patria, aunque en el
nombre de ese país esté la palabra que les gusta unir al de España: república.
—República Argentina —musita.
Entonces escucha la voz de su hija mayor gritar:
—¡Padre, madre… ¡Padre, madreeeeee!
Se desprende del brazo de su hombre, que reposa
sobre su pecho, se coloca la toquilla por encima de las enaguas y acude a abrir
a las chiquillas, que asustadas se han cansado de jugar y reír, encontrándose
con la puerta cerrada. Sobre los hombros de la mayor hay una bandera de tres
colores. María palidece al verla, intenta disimular.
—Madre, mire usted qué toquilla tan rara, no
tiene flecos —dice la chiquilla como si hubiese encontrado un tesoro.
—Sí, un poco rara, pero bonita —No puede evitar
reír.
María prepara la cena a las niñas, para después
acostarlas, quedarse a solas con sus recuerdos.
Cuando todos duermen aprieta contra su pecho la
bandera, permanece a ella abrazada un buen rato mientras las lágrimas corren
libremente por sus mejillas. Pronuncia el nombre de su padre, de su madre, de
todos y cada uno de sus hermanos, coge las tijeras para dividir la tela por
colores. No pretende cortarla, sino descoserla. La bombilla apenas alumbra,
pero María no suele encender las velas. Sin embargo, coge el candelabro que hay
sobre la cornisa de la chimenea y enciende las tres velas. Echa sarmientos y
troncos al fuego, la estancia se ilumina, nota cómo la flama le quema la cara y
debe retirarse de la chimenea. Comienza a descoser las franjas de la bandera
humedeciéndola con sus lágrimas, que se secan rápidamente por el calor de las llamas.
Se le pasa por la cabeza quemarla, sin embargo, pacientemente, va deshilvanando
los hilos, uno a uno, sin prisas, piensa en qué color echará primero al fuego:
primero el rojo, después el morado o tal vez el amarillo.
«¿Cómo voy a echar el amarillo con el escudo
bordado por mi hermana? Sería como echar la bandera entera», piensa mientras se
estremece. No es solo una bandera, es su memoria, sus padres, sus hermanos. Se
muestra indecisa con el amarillo. «Debo hacerlo, la pueden encontrar», hace el
gesto de echar la bandera completa al fuego sin terminar de descoserla.
Ante sus ojos llega aquella tarde de lunes del
mes de abril, en Valencia, cuando su padre se presentó con los tres trozos de
tela que había comprado en los almacenes España de la calle del Mar.
—Concha, manos a la obra, que me han vendido el
último trozo de tela morada que les quedaba, todos se han vuelto locos…
En sus recuerdos puede ver a su madre moviendo la
cabeza al tiempo que quita la capucha al cabezal de la máquina de coser y en poco
más de media hora está la bandera cosida.
Al día siguiente toda la familia y miles y miles
de valencianos, estaba en la Plaza de Emilio Castelar celebrando que el rey se
había marchado. Se seca las lágrimas con la bandera al recordar cómo años más
tarde su hermana Concha decide bordar el escudo. No, no será capaz de quemar
aquella bandera de España, ninguno de sus tres colores, no fue capaz cuando
entraron los nacionales en Juncos, menos ahora que queda tan lejos la guerra.
Termina de descoserla. Ya pensará el modo de guardarla en un sitio seguro.
Además, ella sabe que todavía hay algo más peligroso en su poder que aquella
bandera.
«No la debía haber descosido, lo mismo me da que
me maten por una cosa o por dos, yo me echaré toda la culpa, nadie más la
tiene», piensa ahora. Al rato piensa
todo lo contrario. Cree que ha perdido el juicio, pero es tanto el dolor que
lleva en su corazón que no comprende cómo es capaz de sonreír a pesar de todo.
Al final termina guardando los tres trozos debajo del colchón de la cuna de su
hija Concha. Al día siguiente buscará un lugar seguro, en el mismo en el que
tiene la máquina de escribir.
—Concha la
cosió, Concha la bordó y Dios quiera que Concha algún día la vuelva a coser
—musita y sonríe imaginándose a la pequeña Concha, hecha una mujer, cosiendo la
bandera—. Siempre quedarán hilos de esperanza para unirlos y hacer una bandera
nueva y el día que lo hagas, te acordarás de tu abuela, de tu tía y de tu madre
—le dice a la chiquilla dormida, como si pudiera escucharla, y de haberla
escuchado como si pudiera entenderla.
©Paco Arenas
©Hilos de esperanzas rotas – Magdalenas sinazúcar (extracto)
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