Queipo de Llano, posiblemente, además de un criminal sanguinario, fue el mayor inductor de violaciones cometidas contra mujeres y niñas. Llevadas a cabo por parte de mercenarios moros, legionarios, falangistas y católicos apostólicos de misa diaria.
En la lógica fascista, a las niñas y mujeres violadas después de múltiples vejaciones de todo tipo, eran asesinadas, No siempre ocurría así, otras eran encarceladas y si estaban embarazadas esperaban el parto y después les robaban a las criaturas. Muchas eran las niñas y jóvenes a las que dejaban embarazadas sabiendo que el padre de la criatura que llevaban en sus entrañas era un criminal bastardo fascista. Esta es la historia de la muchacha que aparece como Clara, en la novela basada en hechos reales Magdalenas sin azúcar.
Estas fueron las palabras de Queipo de llano que sembraron las tierras de España de criminales manadas de violadores:
"Nuestros valientes Legionarios y Regulares han demostrado a
los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad (…) Esto es
totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor
libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos
maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen. (…) Estamos
decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente
Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar que si
lo hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad”.
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El
bastardo de su padre
Clara despierta entre los junqueños más expectativas de las
deseadas a pesar de estar prácticamente recluida en la casa. La llegada del
invierno y lo avanzado del embarazo ayuda en parte a justificar sus deseos de
encierro. María procura respetar esa decisión, bien es cierto que hubo de dar
más explicaciones de las que en principio hubiese querido. Se alegra de su
decisión de decir la verdad, fue un acierto. Naturalmente, intenta suavizar la
historia. En su relato inventado no hay falangistas, solo moros, consciente de
la aversión que por muy distintos motivos despiertan entre vencedores y
vencidos los marroquís. No hay rechazo por parte de los junqueños. Su aspecto
débil e infantil solo provoca pena y comprensión. En el ayuntamiento, cuanto
apenas preguntan, incluso prometen y consiguen hacer lo posible para que ni la
Guardia Civil haga acto de presencia en la casa. El nacimiento de la hija de
Clara, en principio, fue un hachazo para la muchacha. El golpe emocional se
acrecentó por los incisivos comentarios de buena parte de las mujeres que
pasaron por el domicilio de María. La criatura era de tez muy morena a pesar de
que sus rasgos no terminan de ser morunos y nadie que no lo supiese habría
podido deducir que el padre era un mercenario magrebí de las tropas de Franco,
salvo por su rizadísimo y abundante cabello.
—Se parece al
bastardo de su padre —dijo nada más verla.
Y en su cara no se
dibujó la sonrisa maternal que suele acompañar a las mujeres después de ver por
primera vez a sus hijos recién nacidos.
—No la quiero. No la quiero, apártala de mi vista.
Las lágrimas de rabia se convierten en histéricas. La
partera y María llegan a temer que sea capaz de cualquier locura. No quiere ni
darle el pecho, se niega en redondo, y los primeros días es una vecina quien se
encarga de darle sustento a la criatura. María hace de madre, hermana y
consejera. Sus lágrimas se mezclan con caricias. A base de mucha paciencia
logra que Clara esté dispuesta a darle el pecho a la pobre criatura, sin que
esta deje de maldecirla y rechazarla con todo tipo de palabras malsonantes. Es
mucho el dolor y la rabia acumulada en su mente y en su corazón como para
olvidar lo ocurrido no solo a ella sino a toda su familia. Recuerdos demasiado
recientes como para que no doliesen.
—La veo y veo al
bastardo de su padre… a los bastardos asquerosos, hijos de…
Y de su boca salen todos los calificativos de la lengua
castellana habidos y por haber. En Juncos, al terminar la guerra, los
vencedores, al igual que en toda España, cometieron barbaridades que nada
tenían que ver con la generosidad del vencedor, que supuestamente debe tener
este con respecto a los vencidos. Mientras que a los hombres se los llevaron a
Uclés, solo a Felipe a Cuenca, a las mujeres les raparon la cabeza y obligadas
a tomar aceite de ricino para después sacarlas por la calle en procesión,
yéndose las patas abajo, de lo cual se libró María. Estaba en casa de su suegro
y este la protegía. Pero en el pueblo de Clara, bastante más al sur, en los
límites de Andalucía, fue muy diferente. Sabían que podía ocurrir, habían
escuchado noticias que llegaban sobre lo sucedido a gentes de los pueblos
ocupados por los golpistas, especialmente, si entre los sublevados iban moros.
Sabían lo que les esperaba a las mujeres e hijas de los republicanos, sin
importar en muchos casos la edad, algo bastante peor que el aceite de ricino y
la muerte. Las atrocidades eran ampliamente difundidas a través de las ondas
por el general golpista Queipo de Llano, sembrando la muerte a ambos lados del
frente. La mayoría de los habitantes de los pueblos ocupados no tenían dónde
ir, ni puerto, ni barco a dónde embarcar para escapar y tan solo les quedaba
esperar su calvario. Los soldados leales a la República habían abandonado sus
armas y en pequeños grupos iban regresando a sus respectivos pueblos. Algunos
eran apresados y llevados a campos de concentración. A otros les dejaban llegar
a sus pueblos ante la imposibilidad de identificarles para de nuevo ser
apresados y en muchos casos asesinados tras ser identificados y denunciados por
sus paisanos.
Fue a principios del mes de abril cuando llegaron medio centenar
de aquellos soldados derrotados al pueblo de Clara sin armas, cansados,
hambrientos y con mucho miedo. Su llegada corrió como la pólvora. Las mujeres
salieron de sus casas con la esperanza de que entre aquellos soldados se
encontrasen sus hijos, sus maridos o sus novios. Una docena de aquellos
soldados se quedaron en el pueblo. El resto, tras despedirse, marcharon en
dirección a sus respectivos pueblos con la pesada carga de los vencidos, con la
incertidumbre de no saber lo que cada uno encontraría al llegar. No habían
terminado los abrazos de despedida de los soldados a las afueras del pueblo
cuando comenzaron los abrazos de bienvenida con los familiares. Alguien les vio
llegar acudiendo a la plaza. En ella se concentraron niños, mujeres, ancianos y
los hombres que habían llegado antes, no habían ido al frente o mutilados
habían regresado antes del mismo. Era el fin de una pesadilla parecían pensar
todos y así lo demuestran. Se besan y abrazan con desesperación, lloran de
alegría por el reencuentro, por el fin de la angustia que representa la guerra.
Aquellos soldados llegaron en un estado lamentable después de varios días de
caminar, casi sin comer ni dormir, sucios, cansados, hambrientos y vencidos. Al
abrazarse a sus familias o lo que quedaba de ellas, todo el sufrimiento parecía
quedar atrás. Clara no cabía en sí de gozo, por fin allí estaba Carlos, su
hermano, el único de los tres hermanos que no había muerto en la guerra. No, no
es que de repente le hubiesen dejado de doler los hermanos fallecidos, pero
allí estaba el tercero. Por fin parecía que sus plegarias habían sido
escuchadas por un Dios del que otros se habían apropiado. Allí estaba su
hermano, podía verlo, tocarlo, besarlo. Carlos se repartía, lo mismo que el
resto, entre madres, hermanas, novias y mujeres, padres, abuelos, hijos o
simplemente amigos o conocidos. Los niños corretean, juegan contentos, se
agarran a los pantalones de sus padres o hermanos, que en algunos casos apenas
conocen, quieren ser cogidos en brazos, los viejos se abrazan a los recién
llegados como si fuese el último de los abrazos. No todos en el pueblo sienten
esa misma alegría. Desde algunas ventanas se observa en silencio el júbilo de
los vencidos y parece que les hace daño tan mísera alegría. Al contrario,
sienten rabia, como si hubiesen sido invertidos los sentimientos de victoria y
derrota. Esperan la llegada de los suyos escondidos tras las cortinas, sin
atreverse a salir a celebrar la victoria que ya conocen. No esperaban que
lleguen los vencidos antes que los vencedores. Les molesta que lleguen alegres
a pesar de la derrota, que no oculten su gozo por regresar con los suyos,
aunque sean derrotados y con un final más que incierto. Se conforman porque todavía
podía ser peor, aunque pensasen que lo peor había pasado ya. Entonces
escucharon ráfagas de ametralladoras a lo lejos seguidas de gritos y lamentos.
Todos se estremecen, incluidos quienes están tras las cortinas, aunque estos
saben que ya están allí los suyos. Es la hora de la venganza, deben salir antes
de que termine de entrar en el pueblo el victorioso ejército de Franco. Las
gentes que se encuentran en la plaza saben que los destinatarios de aquellos
disparos habían sido aquellas cuatro decenas de soldados, de quienes se habían
despedido momentos antes.
—¡Que vienen los fascistas! —grita al entrar en la plaza la
mujer del alcalde republicano, la madre de Clara.
Al instante se
escuchan dos disparos mucho más cercanos, que nadie supo de dónde habían
salido, pero la mujer cae de bruces, herida ante la mirada atónita de quienes
segundos antes sentían una felicidad suprema. Los hombres, acostumbrados al
frente, se ponen tensos, buscando el fusil que ya no tienen. En segundos,
aparecen como por arte de magia habitantes del pueblo vestidos con camisa azul
recién planchada. Llevan escopetas de caza, con las que apuntan a los que se
encuentran en la plaza. La mujer, que había dado el grito, se encuentra en el
suelo, con un disparo en el costado derecho y otro en el tobillo, la primera
herida sangra de manera abundante. Clara y Carlos corren al lado de su madre,
esta permanece con los ojos abiertos, implorantes, con gesto de dolor en el
rostro, alarga su mano haciendo un último esfuerzo en dirección a sus hijos,
los cuales se acercan corriendo.
—¡Madre! —gritan ambos.
Antes de llegar, se encuentran con un par de jóvenes
falangistas apuntándoles. La muchacha mira a su hermano y puede ver la rabia y
la impotencia en su rostro, en sus ojos, pero del mismo modo la risa sarcástica
de quienes les retienen. Nota la proximidad de un cañón caliente que le quema
la cara. Entonces, mira a aquel tercer improvisado falangista, que ríe cruelmente.
Ernesto Pujalte es su nombre, no tendría más de veinte años, vecino suyo,
compañero de juegos infantiles y desde unos meses antes su pretendiente más o
menos despechado. Él presume de que ella será su novia, aunque nunca le haya
dado pie para ello y siempre lo rechazase. Si bien Clara se considera su amiga,
habían compartido muchas horas de juegos desde la más tierna infancia. Al
crecer se habían distanciado precisamente por la pretensión de Ernesto de que
fuese su novia, por sus intentos de besarle contra su voluntad, de esperarle en
cualquier esquina. Es el menor de los hijos del capataz de uno de los
terratenientes de la comarca. Capataz con las suficientes influencias, incluso
entre las autoridades republicanas como para evitar que Ernesto fuese uno de
quienes integraron la llamada quinta del biberón. Ernesto Pujalte es apuesto,
muy bien formado y de facciones agradables, capaz de enamorar a cualquier
muchacha que se lo proponga solo con la mirada, aunque sus modales rudos le
alejasen bastante de ellas. Con Clara había dado en hueso. Ella no le decía que
no, pero jamás le llegó a decir que sí, como tampoco se lo llegó a decir a
ninguno de sus pretendientes. Era como si esa muchacha de modales y aspecto
delicado prefiriese quedarse para vestir santos en lugar de desear formar una
familia.
— ¡Joder! Casi dejo viudo al suegro —dijo Ernesto, vestido
con pantalón de pana y camisa azul falangista, puesta sobre un jersey de lana.
Era él, terminaba de disparar contra la madre de Clara, esta le miró desafiante.
—¡Hijo de la gran puta! —gritó llena de rabia, sin
importarle las consecuencias.
Ernesto entonces apartó el cañón del rostro de la muchacha
y de un disparo terminó con la agonía de la mujer.
— ¡Ea! Pues sí, ya he dejado viudo al suegro…, me he
quedado sin suegra y con la novia huérfana, tres pájaros de un tiro.
Y sus risas se escucharon en toda la plaza, atronando en la
cabeza de Clara y Carlos. El joven falangista, de nuevo, disparó contra el
cuerpo de la mujer a pesar de estar muerta. Fue entonces cuando su hermano
Carlos se abalanzó sobre él, derribándole al suelo y quitándole la escopeta.
Antes de que pudiese apretar el gatillo, cayó entre el cuerpo de su madre y el
de su hermana abatido por los disparos de otros falangistas.
—¡Coño! ¡También sin el cuñado! —exclamó desde el suelo,
mientras levantándose un poco aturdido a pesar de querer demostrar lo contario
el joven falangista. Clara corre en dirección a la escopeta con intención de
cogerla, un fuerte golpe propinado por Ernesto Pujalte, padre, le derriba. Es
el falangista que lleva la voz cantante. El hijo, entonces, coge de nuevo la
escopeta, abriéndola para sacar los cartuchos gastados y mete nuevos, apunta a
la cabeza de la muchacha, reclinada en el suelo.
— ¿Qué pretendías, hija de la gran puta?
Ernesto, padre, aparta la escopeta de la cabeza de la
muchacha que empuñaba su hijo.
—Tranquilo, Ernestín, no seas bruto con la muchacha. Hay
que ser buen cristiano —dice—. La pobre necesitará consuelo y es de buenos
cristianos consolar a quien lo necesita. Además, ¿no la querías para novia?
— ¿Yo? ¿A esta roja?
Sus palabras las acompaña con una maniobra de escopeta,
sube la falda de la muchacha con el cañón hasta llegar a la altura del sexo,
colocando el extremo del cañón apretando contra el mismo. La muchacha tiembla,
los presentes contienen la respiración ante lo que parece que va a hacer
Ernestín. Entonces, el padre se interpone entre su hijo y la muchacha, mirando
fijamente los muslos de Clara.
—¡Imbécil! ¿Estás loco? —Después mira a la temblorosa y lacrimosa
Clara. Es una pena desperdiciar tanta belleza.
En la plaza entran nuevos falangistas en un camión, que
vuelve a salir de la misma para hacer la entrada a pie, desfilando y cantando.
Son forasteros, posiblemente, los autores de los disparos escuchados momentos
antes piensan quienes se encuentran en la plaza, pronto salen del error. Nuevos
disparos atronan por todo el pueblo, pero no son los recién llegados, se trata
de otro ejército mucho más ruidoso que entra en un camión descubierto,
disparando al aire en la plaza. En el nuevo camión viajan una veintena de moros
que gritan con gestos airados:
—¡Viva España! ¡Viva
Franco!
El nuevo camión da dos vueltas completas a la plaza entre
las sonrisas complacientes de unos y el temor de otros. De la cabina desciende
un teniente de más de cincuenta años con el uniforme de la legión. Está
completamente calvo y lleva el chapiri ladeado, sus ojos son saltones y
enrojecidos, posiblemente a consecuencia del mucho alcohol ingerido. Su espalda
procura mantenerla recta con el pecho echado hacia adelante, en una posición
que claramente se puede percibir forzada. Con voz grave da la orden de bajar y
formar a aquellos exaltados magrebíes, los cuales desprenden el mismo olor a
aguardiente y vino que el teniente. No parece que lleven muy a rajatabla los
preceptos coránicos. Se acercan los dos falangistas que hacen de cabecillas de
ambos grupos y saludan marcialmente al teniente para después estrecharle la
mano. Ernesto Pujalte padre hace un gesto, como de asco, ante el olor a
aguardiente que desprende el teniente al hablar. Afortunadamente, para él, el
teniente está tan borracho que no lo percibe. Los marroquíes toman posiciones
desplazando a los falangistas y ocupan el puesto de los mismos. Encañonan a los
vecinos que habían salido a recibir a los soldados republicanos y les hacen
ponerse pegados a la pared del ayuntamiento junto con los mismos.
El teniente da órdenes a los dos cabecillas y estos llaman
a sus camaradas, los cuales forman marcialmente. El teniente pasó revista a la
tropa formada por los falangistas como si se tratasen de legionarios que
debieran ir perfectamente uniformados.
—El ejército de Pancho Villa —dice al tiempo que escupe en
el suelo con gesto de asco, lo cual le produce angustia y termina vomitando a los
pies de los dos cabecillas falangistas que, de inmediato, se apresuran a
disculparle.
—Eso es el mareo del viaje —dice Ernesto Pujalte, padre.
—Sí, eso debe ser —añade el falangista forastero.
—Vamos a lo que hemos venido y dejémonos de monsergas. Por cierto.
¿Tienen ustedes cura en el pueblo? —carraspea el teniente limpiándose con la
manga de la camisa la boca.
—No, mi teniente. Lo mataron los rojos que vinieron del
pueblo de Carmelo —contesta Ernesto Pujalte, padre, señalando con la mirada al
otro falangista.
—Esos ya no matan a nadie, nosotros ya hemos hecho nuestro
trabajo —replica el falangista del pueblo vecino.
—Tampoco importa, así van directos al infierno —dice el
teniente y ríe exhalando ahora un olor a agrio por los vómitos. Se percata de
ello y saca una pequeña cantimplora que, en lugar de agua, lleva aguardiente.
Echa un trago, se enjuaga la boca y la escupe al suelo.
Se introducen junto con el teniente los dos cabecillas
falangistas en el interior del Ayuntamiento, dejando en la plaza una imagen muy
particular: en un lado, dos personas muertas junto con tres jóvenes falangistas
que apuntan a una muchacha indefensa, que permanece en el suelo; en otro, unos
veinte falangistas formados en posición de firmes sin atreverse a romper filas
sin una orden superior y una docena de marroquíes apuntando a los vecinos del
pueblo, estos, todos con el brazo levantado haciendo el saludo fascista,
mientras media docena de magrebíes van arrancando medallas católicas y sortijas
a las mujeres que las llevaban en el cuello.
Al salir los falangistas y teniente, este lleva un papel en
la mano con los nombres de algunos vecinos. El teniente llama al sargento
marroquí, el cual se encarga de formar grupos mixtos de magrebíes, falangistas
locales y forasteros para, a continuación, salir en distintas direcciones sus
integrantes. Pronto se escuchan los primeros disparos y comienzan a aparecer
vecinos con las manos en alto encañonados por marroquís, algunos acompañados de
sus mujeres e hijos. El teniente hace un gesto ordenando a los vecinos del
pueblo para que se pongan unos al lado de los otros.
—Antonio De las Heras…
Comienza a leer el teniente. Instintivamente todos miran en
dirección a donde se encuentra el hijo de Ernesto Pujalte, Clara y los
cadáveres de la madre y hermano de la muchacha.
—¿Ya estamos? ¿No he dicho todos los de la lista? —pregunta
el teniente de mal humor. Ernesto Pujalte, padre, marcha en dirección a Clara.
—Clarita… ¿Dónde coño está tu padre?
—Yo qué mierda sé —responde ella.
—Mal vamos, no está bien que el alcalde no esté presente
para rendir lealtad a las nuevas autoridades. No, Clarita, no.
Encañonado por un falangista y dos marroquíes entra en esos
momentos en la plaza un hombre de unos cincuenta años, como los anteriores, con
las manos en alto.
—Aquí está el señor alcalde —grita Ernesto Pujalte para que
le pueda oír el teniente a pesar de estar a menos de tres metros del mismo.
Asimismo, quiere atraer su atención, del recién llegado, hacia el cuadro que
presenta su esposa y al hijo muertos, y su hija Clara, que todavía permanece en
el suelo con la falda subida.
Ernesto, padre, ahora lleva una pequeña pistola que le ha
entregado el teniente, se apresura a ponérsela en la sien a la muchacha.
—¡Anda, bájate la falda, cochina!
El hombre recién llegado palidece al ver los cadáveres de
su esposa e hijo en el suelo y a su hija de tal guisa; sin medir las
consecuencias, corre en dirección a su familia. Un marroquí alza el fusil con
intención de disparar, el gesto del teniente evita el disparo. El hombre se
arrodilla ante los cuerpos de su mujer e hijo.
—¿Dónde estaba? —le pregunta Ernesto Pujalte al falangista
que había acompañado a los moros a buscar al alcalde.
—Quemando papeles en la lumbre—contesta el falangista que
lo había traído.
—¿Quemando papeles? Traed a ese elemento rápido —ordena el
teniente.
De inmediato, dos falangistas locales se abalanzan sobre el
hombre y le llevan arrastras hacia donde se encuentra el teniente. La muchacha intenta agarrarse a él, gritando
y suplicando.
—Sargento, mande a dos hombres que hagan callar a esa
guarra como saben hacerlo los hombres de verdad... —ordena el teniente haciendo
una pausa— con el padre presente —sentencia con una sonrisa irónica.
Dos soldados marroquís agarran a la muchacha levantándola
del suelo y se encaminan en dirección de una de las casas abiertas, de la que
momentos antes habían sacado a sus habitantes. Se paran delante del teniente.
Ernesto Pujalte, hijo, sin que nadie se lo ordene les acompaña. Al pasar por
delante del padre de Clara se ríe y este le responde con un salivazo. Reacciona
el joven falangista con rabia, acompañando la ira con un movimiento de
escopeta, que de nuevo el teniente le impide el disparo.
—¿Dónde te crees que vas tú, mocoso? Aquí nadie hace nada
sin mi permiso… ¿Estamos?
—Yo, bueno, iba a ayudar… —titubeó Ernesto Pujalte, hijo.
—Ah, bueno, pues nada. Vamos, viejo, en tus manos está que
esos moros te desgracien la muchacha. Quiero que me digas todo lo que había en
los papeles que has quemado.
—Cosas de la Casa del Pueblo... y del Ayuntamiento.
—Cosas que iban contra España… ¿No? Y que me vas a decir
una por una, ¿de acuerdo? Delante de todos.
—No las he leído.
—Pasad para adentro con la muchacha. Muchacho, tú también,
a ver si te haces un hombre —ríe, dándole un golpe con el codo al padre del
joven. El joven falangista sonríe satisfecho—. Veremos a ver si cambias de
idea.
—Hacerme a mí lo que queráis, a mi hija no.
—Siempre la misma monserga, ¿sabes? Viendo la cara de
analfabeto que tienes, hasta te creo, pero has quemado unos papeles que
deberías haber entregado a las autoridades y eso tiene un castigo, no vaya a
ser que a alguien se le dé por quemar o hacer cosas que no deba. Para adentro.
Este paleto también… por si recuerda algo mientras tanto.
Los marroquís de nuevo cogen en volandas a Clara y la
introducen en el interior de la casa con Ernesto Pujalte, hijo, acompañando a
los magrebís. Pronto comienzan a salir gritos desgarradores de la garganta de
la muchacha, que atraviesan la silenciosa plaza. El teniente saca la pistola
del cinto y se la coloca en la sien al alcalde obligándole a pasar al interior
de la casa. Los gritos de Clara cesan, aunque nadie fuera conoce el motivo.
Instantes después salen los dos marroquíes, el teniente y el alcalde. Unos
minutos después, sale Ernesto Pujalte abrochándose el cinturón y apuntando a
Clara con la escopeta. La muchacha está semidesnuda, llorando lastimeramente.
Sus labios sangran, mordidos por ella para evitar gritar. Sus piernas se
encuentran ensangrentadas. Realiza un vano intento por tapar su cuerpo, pero
tiene todas las ropas destrozadas. El teniente le obliga a ponerse frente a la
gente, tiritando de nervios, frío, indignación y vergüenza. Estira de la poca
ropa que le queda, exhibiéndola para que todos pudiesen asimilar la lección.
—Deberíais haber aprendido quién manda en España. A
nosotros no nos gustan estas cosas, pero no nos dejáis otra alternativa. Espero
que os sirva como escarmiento —dijo el teniente apuntando con la pistola al
grupo. Apunta a las mujeres más jóvenes. Después se dirige a la muchacha y a su
padre —: Ahora uniros al grupo. Calladitos, señor alcalde, quítate la chaqueta
y dásela a tu hija, que deshonra a la patria.
El padre de Clara se quita la chaqueta de pana sin poder
contener las lágrimas y se la pone a su hija por encima de los hombros.
Cuidadosamente se la abrocha, sin atreverse a mirarle a los ojos. Ella
igualmente esquiva la mirada del padre. Ambos sienten vergüenza como si fuesen
ellos los culpables. Anita, que todavía no había cumplido los trece años, se
quita el pañuelo que lleva sobre la cabeza con movimientos pausados. Nadie la
mira, todos están pendientes de las palabras del teniente y de los fusiles y
escopetas que les apuntan. Ella tampoco quiere mirar a nadie con sus asustados
ojos, se siente aterrorizada. Se acerca por la espalda a su vecina Clara y sin
pedirle permiso a nadie, anuda su pañuelo de flores sobre el talle de Clara
para tapar aquello que no cubre la chaqueta. Ernesto Pujalte, hijo, empuja a la
chiquilla, que cae en el suelo. Entonces todos reparan en Anita.
No fueron necesarias palabras, la mirada del teniente al
sargento es suficiente, tres soldados marroquís la levantan del suelo y la
llevan para la casa donde instantes antes había salido Clara. Manuel, su padre,
que intenta evitarlo, cae fulminado de un disparo. Los desgarradores gritos de
la chiquilla pronto cesaron. Nunca salió de aquella casa. A lo largo de aquel
triste día, tres muchachas más fueron violadas en el pueblo.
—¿Es necesario que nos obliguéis a esto? —preguntó el
teniente cuando todavía se escuchaban los desgarradores gritos de la chiquilla.
Ernesto Pujalte, padre, que iba repasando los nombres de
quienes subirían al camión, al pasar por al lado de Clara, todavía le quedaron
ganas para el sarcasmo.
—Clarita, me temo que mi chico ya no quiere casarse
contigo, ya no estás entera.
—Hijos de la gran puta. Tú, tu hijo y todos los bastardos
hijos de la gran puta… —grito la muchacha como el alarido desesperado de quien
busca la muerte. Grito apagado por un puñetazo en los labios de Ernesto
Pujalte, hijo. Clara saca fuerzas de donde no tiene, humillada, notando la
sangre caliente correr por sus muslos, por sus labios, en el interior de su
paladar y mira desafiante a padre e hijo. Ernesto Pujalte, padre, hace un gesto
de disparar, pero ha aprendido pronto y mira al teniente antes de actuar. Este
niega con la cabeza.
—No aprendemos, así no hay forma. Vamos, alcalde, directo
al camión, y a quienes nombre Ernesto, detrás —dice el teniente mirando al
grupo—. Todo aquel que tenga papeles, que sepa algo, que quiera colaborar,
Franco sabrá ser generoso con él. Quien haga lo que vuestro alcalde…Ya habéis
visto, si tenéis hijas o mujeres, ya sabéis lo que les puede pasar.
Al hombre es al primero que intentan llevarse al camión.
Abrazado a la muchacha como está, resulta imposible desprenderse de ella. Clara
recibe un nuevo golpe, ahora en la sien, cayendo al suelo desvanecida. Entonces
le pegan al padre otro y se lo llevan arrastrado al camión, después se
llevarían a otros cuantos. A Antonio lo suben al camión sin saber si su hija
está muerta, hasta meses después no lo sabría.
—¿Qué hacemos con esta escoria, mi teniente? —preguntó uno
de los falangistas señalando a Clara, que comenzaba a dar muestras de estar
viva.
—Dejarla, en su vientre lleva la penitencia. Seguro que
terminará de zorra en una casa de putas de Madrid —respondió el teniente.
Clara, vive, pero hubiese preferido estar muerta. Tardó en
averiguar el peregrinaje carcelario de su padre, de Villarrobledo a Ocaña, y
finalmente Cuenca. Allí se traslada ella. Pasa hambre y fatigas, al tiempo que
ve como su vientre se va abultando a medida que su cuerpo adelgaza. Si sale su
padre de la cárcel, se marchará con él a donde él quiera, menos a su pueblo. Si
lo matan, ya lo pensará. Casi nueve meses después, en el corazón de Clara no
hay lugar para el perdón. El fruto de su vientre ve la luz en una casa extraña,
en un pueblo que nunca había oído nombrar, junto a una mujer que le hace sentir
ganas de vivir. Una desconocida que le ayuda a querer con toda su alma a esa hija
que comenzó a odiar desde el mismo momento en que supo que estaba embarazada.
No solo su corazón es incapaz de perdonar, sino que en él no hay resquicio para
el amor. Son muchas las noches de pesadillas en las cuales revive aquella
humillación. Escucha las risotadas de moros y de aquel al cual siempre
consideró su amigo, que decía estar enamorado de ella, al que ella siempre
rechazó a pesar de que todas sus amigas considerasen que era guapísimo. No es
que ella pensase lo contrario, pero nunca llegó a albergar ningún deseo de
estar a su lado. En las noches revive la pesadilla de ver sobre su cuerpo
adolescente babear a aquellos moros con olor a aguardiente y aquel imberbe
admirador derramando su cobardía en el interior de su vientre. Siente asco de
unos y del otro, no quiere perdonar, pero tampoco olvidar. Si en principio su
única razón de vivir fue su padre, ahora sin darse cuenta le ata a la vida esa
mujer, tal vez no excesivamente bella, pero con unos cautivadores ojos verdes.
Mujer a la cual ve desnudarse todas las noches y siente sensaciones que jamás
le habían provocado ningún hombre. Agradece, en esas noches de pesadillas, sus
besos fraternales, pero sus caricias le hacen pensar que tal vez la vida merece
la pena vivirse...
© Paco Arenas
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