sábado, 7 de julio de 2018

Las violaciones de niñas durante la represión franquista

Es un tema del que no se ha hablado lo suficiente pese a la gravedad de los hechos. Las mujeres, e incluso las niñas, fueron botín de guerra para las fuerzas golpistas y mercenarias del general Franco.  Botín que en muchos casos formaba parte de la soldada que recibían los mercenarios marroquíes. El número de mujeres y niñas que fueron violadas y en muchos casos asesinadas a lo largo de la geografía española resultan estremecedor, siendo cientos y posiblemente miles su número. No solo eran utilizadas como "gratificación" para tener contentas a las fuerzas marroquís, también abusaban de niñas y jóvenes algunos de los muy católicos mandos del ejército golpista, y sobre todo por falangistas. 


 
(Extracto de la novela  Magdalenas sin azúcar

La plaza de la «Victoria»

Abril 1939

 

En la plaza entran nuevos falangistas en un camión, que vuelve a salir de la misma para hacer la entrada a pie, desfilando y cantando. Son forasteros, posiblemente, los autores de los disparos escuchados momentos antes piensan quienes se encuentran en la plaza, pronto salen del error. Nuevos disparos atronan por todo el pueblo, pero no son los recién llegados, se trata de otro ejército mucho más ruidoso que entra en un camión descubierto, disparando al aire en la plaza. En el nuevo camión viajan una veintena de moros que gritan con gestos airados:

 —¡Viva España! ¡Viva Franco! 

El nuevo camión da dos vueltas completas a la plaza entre las sonrisas complacientes de unos y el temor de otros. De la cabina desciende un teniente de más de cincuenta años con el uniforme de la legión. Está completamente calvo y lleva el chapiri ladeado, sus ojos son saltones y enrojecidos, posiblemente a consecuencia del mucho alcohol ingerido. Su espalda procura mantenerla recta con el pecho echado hacia adelante, en una posición que claramente se puede percibir forzada. Con voz grave da la orden de bajar y formar a aquellos exaltados magrebíes, los cuales desprenden el mismo olor a aguardiente y vino que el teniente. No parece que lleven muy a rajatabla los preceptos coránicos. Se acercan los dos falangistas que hacen de cabecillas de ambos grupos y saludan marcialmente al teniente para después estrechar la mano. Ernesto Pujalte padre hace un gesto, como de asco, ante el olor a aguardiente que desprende el teniente al hablar. Afortunadamente, para él, el teniente está tan borracho que no lo percibe. Los marroquíes toman posiciones desplazando a los falangistas y ocupan el puesto de los mismos. Encañonan a los vecinos que habían salido a recibir a los soldados republicanos y les hacen ponerse pegados a la pared del ayuntamiento junto con los mismos.

El teniente da órdenes a los dos cabecillas y estos llaman a sus camaradas, los cuales forman marcialmente. El teniente pasó revista a la tropa formada por los falangistas como si se tratasen de legionarios que debieran ir perfectamente uniformados.

—El ejército de Pancho Villa —dice al tiempo que escupe en el suelo con gesto de asco, lo cual le produce angustia y termina vomitando a los pies de los dos cabecillas falangistas que, de inmediato, se apresuran a disculparlo.

—Eso es el mareo del viaje —dice Ernesto Pujalte, padre.

—Sí, eso debe ser —añade el falangista forastero.

—Vamos a lo que hemos venido y dejémonos de monsergas. Por cierto. ¿Tienen ustedes cura en el pueblo? —carraspea el teniente limpiándose con la manga de la camisa la boca. 

—No, mi teniente. Lo mataron los rojos que vinieron del pueblo de Carmelo —contesta Ernesto Pujalte, padre, señalando con la mirada al otro falangista.

—Esos ya no matan a nadie, nosotros ya hemos hecho nuestro trabajo — réplica el falangista del pueblo vecino.

—Tampoco importa, así van directos al infierno —dice el teniente y ríe exhalando ahora un olor a agrio por los vómitos. Se percata de ello y saca una pequeña cantimplora que, en lugar de agua, lleva aguardiente. Echa un trago, se enjuaga la boca y la escupe en el suelo.

Se introducen junto con el teniente los dos cabecillas falangistas en el interior del Ayuntamiento, dejando en la plaza una imagen muy particular: en un lado, dos personas muertas junto con tres jóvenes falangistas que apuntan a una muchacha indefensa, que permanece en el suelo; en otro, unos veinte falangistas formados en posición de firmes sin atreverse a romper filas sin una orden superior y una docena de marroquíes apuntando a los vecinos del pueblo, estos, todos con el brazo alzado, haciendo el saludo fascista, mientras media docena de magrebíes van arrancando medallas católicas y sortijas a las mujeres que las llevaban en el cuello.

Al salir los falangistas y teniente, este lleva un papel en la mano con los nombres de algunos vecinos. El teniente llama al sargento marroquí, el cual se encarga de formar grupos mixtos de magrebíes, falangistas locales y forasteros para, a continuación, salir en distintas direcciones sus integrantes. Pronto se escuchan los primeros disparos y comienzan a aparecer vecinos con las manos en alto encañonados por marroquís, algunos acompañados de sus mujeres e hijos. El teniente hace un gesto ordenando a los vecinos del pueblo para que se pongan unos al lado de los otros.

—Antonio De las Heras…

Comienza a leer el teniente. Instintivamente todos miran en dirección a donde se encuentra el hijo de Ernesto Pujalte, Clara y los cadáveres de la madre y hermano de la muchacha. 

—¿Ya estamos? ¿No he dicho todos los de la lista? —pregunta el teniente de mal humor.

Ernesto Pujalte, padre, marcha en dirección a Clara.

—Clarita… ¿Dónde coño está tu padre?

—Yo qué mierda sé —responde ella.

—Mal vamos, no está bien que el alcalde no esté presente para rendir lealtad a las nuevas autoridades. No, Clarita, no.

Encañonado por un falangista y dos marroquíes entra en esos momentos en la plaza un hombre de unos cincuenta años, como los anteriores, con las manos en alto.

—Aquí está el señor alcalde —grita Ernesto Pujalte para que le pueda oír el teniente a pesar de estar a menos de tres metros del mismo. Asimismo, quiere atraer su atención, del recién llegado, hacia el cuadro que presenta su esposa y al hijo muertos, y su hija Clara, que todavía permanece en el suelo con la falda subida.

Ernesto, padre, ahora lleva una pequeña pistola que le ha entregado el teniente, se apresura a ponérsela en la sien a la muchacha.

—¡Anda, bájate la falda, cochina!

El hombre recién llegado palidece al ver los cadáveres de su esposa e hijo en el suelo y a su hija de tal guisa; sin medir las consecuencias, corre en dirección a su familia. Un marroquí alza el fusil con intención de disparar, el gesto del teniente evita el disparo. El hombre se arrodilla ante los cuerpos de su mujer e hijo. —¿Dónde estaba? —le pregunta Ernesto Pujalte al falangista que había acompañado a los moros a buscar al alcalde.

—Quemando papeles en la lumbre—contesta el falangista que lo había traído.

—¿Quemando papeles? Traed a ese elemento rápido —ordena el teniente.

De inmediato, dos falangistas locales se abalanzan sobre el hombre y lo llevan arrastras hacia donde se encuentra el teniente.  La muchacha intenta agarrarse a él, gritando y suplicando.

—Sargento, mande a dos hombres que hagan callar a esa guarra como saben hacerlo los hombres de verdad... —ordena el teniente haciendo una pausa— con el padre presente —sentencia con una sonrisa irónica. 

Dos soldados marroquíes agarran a la muchacha levantándola del suelo y se encaminan en dirección de una de las casas abiertas, de la que momentos antes habían sacado a sus habitantes. Se paran delante del teniente. Ernesto Pujalte, hijo, sin que nadie se lo ordene, los acompaña. Al pasar por delante del padre de Clara se ríe y este le responde con un salivazo. Reacciona el joven falangista con rabia, acompañando la ira con un movimiento de escopeta, que de nuevo el teniente le impide el disparo.

—¿Dónde te crees que vas tú, mocoso? Aquí nadie hace nada sin mi permiso… ¿Estamos?

—Yo, bueno, iba a ayudar… —titubeó Ernesto Pujalte, hijo.

—Ah, bueno, pues nada. Vamos, viejo, en tus manos está que esos moros te desgracien la muchacha. Quiero que me digas todo lo que había en los papeles que has quemado.

—Cosas de la Casa del Pueblo... y del Ayuntamiento.

—Cosas que iban contra España… ¿No? Y que me vas a decir una por una, ¿de acuerdo? Delante de todos.

—No las he leído.

—Pasad para adentro con la muchacha. Muchacho, tú también, a ver si te haces un hombre —ríe, dándole un golpe con el codo al padre del joven. El joven falangista sonríe satisfecho—.  Veremos a ver si cambias de idea.

—Hacerme a mí lo que queráis, a mi hija no.

—Siempre la misma monserga, ¿sabes? Viendo la cara de analfabeto que tienes, hasta te creo, pero has quemado unos papeles que deberías haber entregado a las autoridades y eso tiene un castigo, no vaya a ser que a alguien se le dé por quemar o hacer cosas que no deba. Para adentro. Este paleto también… por si recuerda algo mientras tanto.

Los marroquís de nuevo cogen en volandas a Clara y la introducen en el interior de la casa con Ernesto Pujalte, hijo, acompañando a los magrebíes. Pronto comienzan a salir gritos desgarradores de la garganta de la muchacha, que atraviesan la silenciosa plaza. El teniente saca la pistola del cinto y se la coloca en la sien al alcalde obligándole a pasar al interior de la casa. Los gritos de Clara cesan, aunque nadie fuera conoce el motivo. Instantes después salen los dos marroquíes, el teniente y el alcalde. Unos minutos después, sale Ernesto Pujalte abrochándose el cinturón y apuntando a Clara con la escopeta. La muchacha está semidesnuda, llorando lastimeramente. Sus labios sangran, mordidos por ella para evitar gritar. Sus piernas se encuentran ensangrentadas. Realiza un vano intento por tapar su cuerpo, pero tiene todas las ropas destrozadas. El teniente le obliga a ponerse frente a la gente, tiritando de nervios, frío, indignación y vergüenza. Estira de la poca ropa que le queda, exhibiéndola para que todos pudiesen asimilar la lección.

—Deberíais haber aprendido quién manda en España. A nosotros no nos gustan estas cosas, pero no nos dejáis otra alternativa. Espero que os sirva como escarmiento —dijo el teniente apuntando con la pistola al grupo. Apunta a las mujeres más jóvenes. Después se dirige a la muchacha y a su padre —: Ahora uniros al grupo. Calladitos, señor alcalde, quítate la chaqueta y dásela a tu hija, que deshonra a la patria.

El padre de Clara se quita la chaqueta de pana sin poder contener las lágrimas y se la pone a su hija por encima de los hombros. Cuidadosamente se la abrocha, sin atreverse a mirarle a los ojos. Ella igualmente esquiva la mirada del padre. Ambos sienten vergüenza como si fuesen ellos los culpables. Anita, que todavía no había cumplido los trece años, se quita el pañuelo que lleva sobre la cabeza con movimientos pausados. Nadie la mira, todos están pendientes de las palabras del teniente y de los fusiles y escopetas que los apuntan. Ella tampoco quiere mirar a nadie con sus asustados ojos, se siente aterrorizada. Se acerca por la espalda a su vecina Clara y sin pedirle permiso a nadie, anuda su pañuelo de flores sobre el talle de Clara para tapar aquello que no cubre la chaqueta. Ernesto Pujalte, hijo, empuja a la chiquilla, que cae en el suelo. Entonces todos reparan en Anita.

No fueron necesarias palabras, la mirada del teniente al sargento es suficiente, tres soldados marroquís la levantan del suelo y la llevan para la casa donde instantes antes había salido Clara. Manuel, su padre, que intenta evitarlo, cae fulminado de un disparo. Los desgarradores gritos de la chiquilla pronto cesaron. Nunca salió de aquella casa. A lo largo de aquel triste día, cinco muchachas más fueron violadas en el pueblo.

—¿Es necesario que nos obliguéis a esto? —preguntó el teniente cuando todavía se escuchaban los desgarradores gritos de la chiquilla.

Ernesto Pujalte, padre, que iba repasando los nombres de quienes subirían al camión, al pasar por al lado de Clara, todavía le quedaron ganas para el sarcasmo.

—Clarita, me temo que mi chico ya no quiere casarse contigo, ya no estás entera.

—Hijos de la gran puta. Tú, tu hijo y todos los bastardos hijos de la gran puta… —gritó la muchacha como el alarido desesperado de quien busca la muerte. Grito apagado por un puñetazo en los labios de Ernesto Pujalte, hijo. Clara saca fuerzas de donde no tiene, humillada, notando la sangre caliente correr por sus muslos, por sus labios, en el interior de su paladar y mira desafiante a padre e hijo. Ernesto Pujalte, padre, hace un gesto de disparar, pero ha aprendido pronto y mira al teniente antes de actuar. 

Este niega con la cabeza.

—No aprendemos, así no hay forma. Vamos, alcalde, directo al camión, y a quienes nombre Ernesto, detrás —dice el teniente mirando al grupo—. Todo aquel que tenga papeles, que sepa algo, que quiera colaborar, Franco sabrá ser generoso con él. Quien haga lo que vuestro alcalde…Ya habéis visto, si tenéis hijas o mujeres, ya sabéis lo que les puede pasar, mis hombres necesitan desahogo.

El hombre es el primero que intentan llevarse al camión. Abrazado a la muchacha como está, resulta imposible desprenderse de ella. Clara recibe un nuevo golpe, ahora en la sien, cayendo al suelo desvanecida. Entonces le pegan al padre otro y se lo llevan arrastrado al camión, después se llevarían a otros cuantos. A Antonio lo suben al camión sin saber si su hija está muerta, hasta meses después no lo sabría.

—¿Qué hacemos con esta escoria, mi teniente? —preguntó uno de los falangistas señalando a Clara, que comenzaba a dar muestras de estar viva.

—Dejarla, en su vientre lleva la penitencia. Seguro que terminará de zorra en una casa de putas de Madrid —respondió el teniente.

Clara, vive, pero hubiese preferido estar muerta. Tardó en averiguar el peregrinaje carcelario de su padre, de Villarrobledo a Ocaña, y finalmente Cuenca. Allí se traslada ella. Pasa hambre y fatigas, al tiempo que ve como su vientre se va abultando a medida que su cuerpo adelgaza. Si sale su padre de la cárcel, se marchará con él a donde él quiera, menos a su pueblo. Si lo matan, ya lo pensará. Casi nueve meses después, en el corazón de Clara no hay lugar para el perdón. El fruto de su vientre ve la luz en una casa extraña, en un pueblo que nunca había oído nombrar, junto a una mujer que le hace sentir ganas de vivir. Una desconocida que le ayuda a querer con toda su alma a esa hija que comenzó a odiar desde el mismo momento en que supo que estaba embarazada. No sólo su corazón es incapaz de perdonar, sino que en él no hay resquicio para el amor. Son muchas las noches de pesadillas en las cuales revive aquella humillación. Escucha las risotadas de moros y de aquel al cual siempre consideró su amigo, que decía estar enamorado de ella, al que ella siempre rechazó a pesar de que todas sus amigas considerasen que era guapísimo. No es que ella pensase lo contrario, pero nunca llegó a albergar ningún deseo de estar a su lado. En las noches revive la pesadilla de ver sobre su cuerpo adolescente babear a aquellos moros con olor a aguardiente y aquel imberbe admirador derramando su cobardía en el interior de su vientre. Siente asco de unos y del otro, no quiere perdonar, pero tampoco olvidar.

 


Extracto de la novela ©Magdalenas sin azúcar

© Paco Arenas

 

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