Tendría yo unos trece años, todavía por aquel entonces,
España estaba bajo la bota del dictador; aunque, en Ibiza, se respiraba cierta
libertad. Trabajaba como botones en un
hotel de la bahía de Sant Antoni de Portmany «Hotel Ses Sabines», hoy en día
sería explotación infantil, en tiempos de la dictadura fuimos muchos quienes
cambiamos los dientes trabajando. Aquel
era un día muy especial, según nos dijo el director:
—Al medio día visitarán Ibiza Sus Altezas Reales los
príncipes de España. Ante una ocasión tan especial, tenéis la mañana libre…
De aquella reunión salimos todos los trabajadores del
hotel con una banderita, franquista sin pollo; pero franquista, al fin y al
cabo.
—Ahora todos a mostrar nuestro gran cariño a los futuros
reyes de España —nos dijo el director, mientras yo miraba aquel trozo de
plástico pegado a un palito de madera de mal pino.
Todos hacia la avenida doctor Fleming nos encaminamos, uniéndonos
a los trabajadores de otros hoteles, algunos coreando antes de llegar las
consignas que les habían dado sus jefes:
¡Viva España!
¡Viva Franco!
¡Vivan los príncipes!
Era consciente del cariño que tenía mi madre a los
príncipes y futuros reyes, también al dictador, es decir ninguno sería mucho, y
a mí me había inculcado sus mismos valores republicanos. Así que, como pude me
deshice de aquel plástico, me escabullí entre la gente de otros hoteles y me
largué a mi casa sin formar parte de aquella parafernalia. Al llegar, contra
todo pronóstico, mi madre me riñó duramente, a pesar de que yo pensaba que me
iba a felicitar por mi atrevimiento, conociendo sus ideas republicanas. Todavía
había mucho miedo en aquellos postreros años de la dictadura que creímos
agonizante, y como los Pokémon, evolucionó para cambiar para que todo siguiese
igual, y fuese la dictadura perfecta, aquella que los súbditos piensan creen
ser ciudadanos, y por tanto dueños de su destino, hasta el punto en que llegan
a creer que viven en democracia. Por
aquellos tiempos, nuestros ideales de libertad se dejaban para la intimidad,
como el catalán de Asnal, o cual judíos conversos en tiempos de la Inquisición.
Como en otras ocasiones terminamos hablando de nuestras
cosas y, ¿cómo no? surgió la pregunta sobre la cuestión:
— Madre… ¿para qué sirve un rey?
—Padre decía que el mejor rey, el que no existe.
—Ya, pero…
—Mira —dijo señalándome un rincón en el cual había
colocado un jarrón con flores artificiales. Viendo que no comprendía lo que me quería
decir, se acercó al florero y cogiéndolo me lo puso cerca de la nariz para que
oliese las flores, que al ser artificiales…
—No huelen, son flores que no sirven para nada, solo
adornan, ni tienen aroma, ni esencia, son inútiles, solo sirven para que no se
sequen en el camposanto…
—Si no sirven para nada, sino tienen aroma ni esencia,
¿por qué las tienes en un jarrón…
—Por adorno, solo por adorno, y porque no cuestan «cuartos».
Si me costará un solo duro más de lo que
pague para comprarlo, o tuviese que quitarles pan a mis hijos para mantenerlo,
ya la habría tirado a la basura. Un rey
no sirve para nada, no tiene utilidad alguna, no tiene aroma ni esencia, no da
ningún provecho. Puede ser hermoso para mucha gente. Muchos de los han ido hoy
estarán emocionados y recordarán este día durante muchos años; pero, cuando
termine la visita volverán a sus trabajos a echar 14 horas diarias. (era lo que
se trabajaba entonces en los hoteles) por un sueldo de miseria, que no les dará
ni para malcomer, todo para mantener a esa gente, esa gente que al contrario
que estas flores que no cuestan un real, ellos, los reyes, nos cuestan una
fortuna. Un rey solo sirve para arruinar un país, como decía tu padre: con
ningún rey los pobres nos hemos hartado, como mucho hemos hambreado...
***
Continuamos durante bastante rato la charla, y cuando el
griterío y los vivas cesaron, pasada la visita, me uní al resto de compañeros
con otra banderita franquista, que me encontré en una papelera, en Ibiza por
entonces ya había papeleras. De allí, todos muy contentos, y algunos babeando con
la emoción a flor de piel nos fuimos a seguir trabajando. Para nuestra sorpresa, esas más de dos horas
que nos dieron libres, durante los próximos días tuvimos que recuperar casi
cuatro horas. Menos mal que me fui con mi madre en lugar de haberme quedado
dando gritos de admiración a unos príncipes impuestos por un asesino. Lo poco
que los vi, él, con soberbia, ni miraba a la gente que le aclamaba, a ella, ni
la vi, según dicen, movía la mano como si la tuviese tonta.
Mis compañeros,
entre tanta multitud y emoción por haber visto unos príncipes, «tan guapos» no
se habían percatado de mi ausencia, nadie me miraba a mí, y muy alto no era,
las maletas que subía por las escaleras del hotel me tiraban para el suelo. Desde
mi casa escuchábamos los gritos enfervorizados, riéndonos de su ignorancia.
—Si pensasen, un poco siquiera, como viven, les
importaría un gurullo si es alto y guapo el príncipe y si va bien vestida la
princesa, y muy pronto nos libraríamos de las garrapatas… —sentenciaba mi madre
entre risas y yo me reía con ella.
Cuarenta años después (este escrito es de 2012), todavía
hoy me sigo preguntando para qué sirve un rey. La comparación con el florero la
he pensado en muchas ocasiones; pero no me convence, a pesar de la sabiduría
campesina de mi madre:
En el florero se
gastaba mi madre menos de dos duros (menos de seis céntimos de euro) y duraba
años, no servía para nada, pero tampoco requería mucho gasto de mantenimiento, dos
duros y pasar el trapo de vez en cuando, o meterlo bajo el grifo. Mientras que la monarquía, un rey hay que
estar pagándole de por vida, a él y a su familia, sea listo o tonto, honrado o
ladrón. Con lo que recibe, con lo que
nos cuesta la monarquía, más de 500 millones de euros anuales, podrían comer
muchas familias que pasan hambre en esta España triste y maltratada. Además,
por si fuese poco, todas las navidades se cuela en nuestra casa siguiendo la costumbre
del dictador que le apadrinó, así que en mi casa debo estar atento y apagar el
televisor unos minutos antes de las nueve para que no me fastidie las
navidades, que termina fastidiándomelas, porque luego los lameculos de todas
las televisiones se tiran una semana emitiendo «sus sabias palabras» que otros
le han escrito, y él con torpeza se ha limitado a leer, sin venir a cuento.
Y sigo preguntándome, a estas alturas del siglo XXI… ¿O
estamos en el XIX? ¿Para qué sirve un
rey?
31 de octubre de 2012
©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar
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