lunes, 3 de junio de 2019

Homosexualidad, la enfermedad de los otros




Corría el año 1976, tan solo habían pasado unos meses de la muerte en su cama del dictador y genocida Francisco Franco. Recuerdo que cuando vivía en Ibiza, tendría unos dieciséis años, me presentaron a un chico inglés de ademanes amanerados y voz aguda, casi al instante supe que era «maricón» (entonces no existía la palabra GAY en mi vocabulario, Gay era el apellido que tenían un par de amigos de la escuela, y en Valencia unos grandes almacenes) al instante me sentí incomodo, sensación que me duró toda la tarde, siendo casi incapaz de llevar la conversación normal con él. Cuando al despedirme quiso hacerlo con dos besos, como si fuese una chica, sentí asco y me negué, me tendió la mano y hasta la rechacé como si fuera un apestado y me pudiera contagiar. Sin darme cuenta, realmente me había contagiado, había adquirido una terrible enfermedad, la homofobia.

—Me da hasta repelús —le dije al amigo que me lo había presentado.

—Pues a mí me ha dicho que le gustas, ¿quién sabe? A lo mejor hasta te gustaría probar…—se burló mi amigo.

Estuve a punto de pegarme con un amigo por atreverse a decir que yo le había gustado al «maricón ese», y si la cosa no fue a mayores fue de milagro.
Años después, recién llegado a Valencia, me hice amigo de un chico, que resulto ser «maricón», al cual, al contrario que el chico inglés de Ibiza, no se le notaba nada y tenía un aspecto muy varonil, hasta jugaba al fútbol, según decían bastante bien. Pensé, que a su lado sería fácil ligar, pues era guapo, gracioso y descarado. Lo pasaba bien a su lado y tonteando con chicas, aunque dada su facilidad para entablar conversación con ellas, me extrañaba que desaprovechase las oportunidades que le salían, más que a mí, que procuraba no desaprovechar ninguna de las pocas oportunidades que tenía, nunca tuve gran habilidad para esos menesteres, y como además de tímido era muy romántico, las roscas pasaban por mi lado sin que yo viese la oportunidad de acercarme al agujero. Un día, me confesó la razón por la cual pudiendo llegar a disfrutar de rolletes y roscas, nunca lo hacía:

—Las chicas me gustan como amigas, solo como amigas, para lo otro quiero, me gustan, me ponen los chicos, por ejemplo, tú, y he pensado que…

—Para el carro, para, no soy maricón…, a mi no me gustan los tíos.

—Eso no lo sabes, es cuestión de probar…

Sin esperar a más lo dejé plantado y salí sin esperar a más. Él intentó calmarme:
—Tranquilo, sino quieres no pasa nada, podemos seguir siendo amigos…

—Ni hablar, ¿qué quieres que la gente piense que soy maricón? Tú estás enfermo.

 Dejé de ser su amigo para siempre, pensando que él estaba enfermo, el enfermo no era él, sino yo.

Por esas mismas fechas, un par de meses después, comencé a salir con una hermosa muchacha un par de años mayor que yo, fue ella quien dio el primer paso, yo todavía era bastante tímido a mis dieciocho años.

Habíamos coincidido en algunas manifestaciones en favor de Nicaragua, pronto entablamos amistad y comenzamos a salir intentando cambiar el mundo ante una taza de café, sin que me diese pie a «lanzarme», porque, aunque riamos mucho y coincidíamos en casi todo, me mantenía a raya, yo lo achacaba, estúpidamente, a que ella era mayor y con bastante más experiencia que yo en las cuestiones amatorias, mucha mujer, y yo me sentía inseguro. Por supuesto que yo quería algo más y fantaseaba con que llegase a ser mi novia; pero, había algo que a la hora de «lanzarme» que me paraba, y las largas conversaciones me resultaban bastante amenas y placenteras; aunque, después de cada cita me maldecía de no haber sido capaz de darle siquiera un beso en los labios.  Lo cierto es que fuimos avanzando en la cuestión, sobre todo después de que ella se sacase el carné de conducir y se presentase una tarde para recogerme y llevarme a su casa, llena cuadros y figuras de santos y alguna foto del «Caudillo». Era como si me hubiera metido en la cueva del lobo fascista y beato. Me dijo que su padre era militar, que tenía un hermano cura, dándome a entender que había sido obligado por su padre, por ser de la «otra acera», siendo esa la primera vez que escuchaba yo esa expresión. Yo temblaba de los pies a la cabeza, tan nervioso me vio que se molestó en prepararme una tila.

—No hagas caso de lo que veas. Yo no soy así. Sabes mi pensamiento, como yo el tuyo. Te he elegido a ti porque no quiero que me pase lo que a mi hermano y quiero curarme...

Me quedé sin saber que decir, ni cómo actuar, ni entender bien en qué consistía la curación, de hecho, aquella tarde no procedí a ser remedio para la «enfermedad» que ella decía padecer: a pesar de que ella tenía todo preparado, me resultó imposible. Aquel día, aquella aventura «erótica» derivo hacia una conversación infinitamente más profunda que otras veces. Con tranquilidad pasmosa me explicó que quería curarse de una «terrible enfermedad», le gustaban las mujeres, se sentía atraída sexualmente por otras chicas, y conociendo la experiencia de su hermano, ella no estaba dispuesta a pasar toda su vida en un convento. En mi vio a un chico sensible que hablaba poco y escuchaba mucho. Maldije mi timidez y mi sensibilidad, pero lo acepté, estaba realmente enamorado y quise ayudarle; a pesar de saber que le servía como una cobaya y al mismo tiempo un paño de lágrimas ante la incomprensión que sufría a su alrededor. Puse todo mi empeño en «curarla», y ella también en «sanar».

Fueron meses intensos en todos los sentidos; ambos empeñados en curar su «enfermedad», y la mía que era una timidez enfermiza, que ella me hacía olvidar. Jugábamos a médicos siempre que teníamos oportunidad. Una tarde de otoño, después de nuestras terapias, me acompañó como siempre a la estación del tren de Madera. Era pronto y nos sentamos en un banco, donde me confesó que ya se había curado, de lo cual me alegré mucho.

—Y además estoy enamorada —me dijo con entusiasmo.

—Y yo también —le contesté con mayor entusiasmo todavía.

Entonces, aquella hermosa chica, de dulce y armoniosa voz, tan femenina y bella como la más femenina y bella de las muchachas heterosexuales que conocía, (nada que ver con la imagen que tenía antes de saber su condición de lesbiana) con la cual había gozado al máximo, y de la que me había enamorado, me lo explicó:

—Estoy curada, porque no tenía ninguna enfermedad, ser tortillera (utilizó esa palabra) no es una enfermedad. La enfermedad es de los otros. Quienes nos miran raro, quienes nos discriminan son los enfermos. Tú me has ayudado, y ella, mi novia, también. Voy a cumplir veintiún años, tengo las cosas muy claras.

Le di la razón, que yo tampoco pensaba que eso fuese una enfermedad, a pesar de ello, intenté convencerla de seguir, pero fue imposible, le dije que a mí no me importaba seguir siendo su amigo, seguir intentando que se curase de verdad, que lo lograríamos juntos. Me dijo que ella ya lo había logrado, que sabía que no estaba enferma, que yo siempre sería su amigo, que le había ayudado mucho y que siempre me recordaría.

—Me he curado de verdad, te he cogido afición, pero ya estoy sana, sé lo que quiero y lo que realmente me atrae, deseo y quiero, estoy enamorada, no enferma. Tú me has ayudado mucho con tus palabras y tu cariño…

No hubo forma de convencerla. Prefería no volver a verme más, ahora que se había curado, de verdad, no fuese a tener una recaída. Me dio las gracias y me dijo que solo un hombre que tuviese mi sensibilidad podría haberla ayudado, y que yo lo había hecho, a pesar del gran chasco, no me sentí mal.

No la volví a ver hasta muchos años después, me presentó a su pareja, que conocía la historia, y me dio las gracias, también ella. Al ver que eran felices y dichosas pensé que llevaba razón, nunca llegó a estar enferma. Yo también le di las gracias y le dije al oído, que quien me había curado había sido ella a mi en lugar de yo a ella, que el enfermo era yo.

En efecto, me curó, me di cuenta cuando unos días después vi a dos chicas besándose en un banco de esa misma estación de madera, aprovechando de que no había nadie, me la imaginé a ella con su novia y la vi la escena de lo más hermosa.

No sé si lo hubiese visto igual de hermoso si hubiesen sido chicos; aunque, ahora los veo y ni me incomodan ni me escandalizan, y lo veo tan natural como pueda ver cualquier otro tipo de relación heterosexual. De hecho, en mi novela «Magdalenas sin azúcar», sin ser el tema central, ni mucho menos, aparece la homosexualidad masculina y femenina, de manera natural, tan tierna como hermosa…, porque la homosexualidad no es una enfermedad de los homosexuales, sino de los otros.

Paco Arenas

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