La memoria no está muerta, solo dormida entre las
pantallas de plasma y el silencio cómplice de quienes guardan la dignidad escondida
en el armario y la bandera de la libertad sustituida por la de aquellos
militares golpistas que traicionaron a la patria.
La memoria olvidada, transformada, con la que casualmente
tropezamos y salimos huyendo como cobardes inconscientes, sin reparar en ella
para evitar que nos llegue al corazón el dolor de las víctimas. No queremos
abrir heridas que nos duelan. Cuando nos tropezamos con la verdad, nos
cambiamos de acera e iniciamos la despedida. Preferimos el enigma a la verdad,
necesitamos creer que aquellos gritos que todavía se escuchan en las cunetas,
son parte de una serie televisiva o una película, parte de una ficción
inventada. Cuando en realidad, esos gritos fueron producidos por el ansia de
sangre de los verdugos, son parte de un extraño sueño que nuestros abuelos por
miedo callaron y que nosotros preferimos ignorar.
Dicen que los
pueblos que olvidan su historia están obligados a repetirla, no hace tanto en
España se reía, se tenía esperanza, las gentes soñaban con un nuevo y claro
día. Y llegó ese día de abril floreciendo la primavera como nunca antes lo
había hecho en España. Entonces los enemigos de España enarbolaron las banderas
tristes de la intolerancia y el odio. Aquel dieciocho de julio, el más triste y
cruel de la historia, fue el comienzo del reino de la crueldad, las tierras de
secano fueron regadas con la noble sangre del pueblo.
La tristeza gris lleno de miedo y desesperación las más
fulgurantes risas, asesinando la esperanza, acallando las ansias de libertad
con el resplandor asesino de los fusiles en las tapias de los cementerios, en
cualquier cuneta del camino. Fue tanta la alegría que destruyeron aquellos
traidores que nunca jamás amaneció otro catorce de abril igual a aquel que el
del año mil novecientos treinta y uno.
La memoria adormecida de un pueblo con amnesia se puede
llegar a recuperar con el sonido de un sonajero, como el sonajero de Martín, arrebatado
de los brazos de su madre para asesinarla.
Es la memoria de nuestros abuelos la que grita en el
florecer de cada amapola, la que revienta nuestros oídos con el ensordecedor
grito de los muertos, pidiendo VERDAD, JUSTICIA Y REPARACIÓN.
Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar, la novela que según algunos profesores de historia deberían leer los jóvenes y todos quienes quieran conocer la verdad.
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