Entre 1939 y 1959, 1.300 presos políticos fueron asesinados en Ocaña.
El capellán de la prisión era el encargado de dar el tiro de gracia.
La luna lo veía y se tapaba
por no fijar su mirada
en el libro, en la
cruz
y en la Star ya
descargada.
Más negro que la noche
menos negro que su
alma
cura verdugo de
Ocaña".
Estos versos anónimo escritos por presos republicanos de la
cárcel de Ocaña en 1941 bajo la supervisión de Miguel Hernández, según relató
el militante comunista Miguel Nuñez en sus memorias, es el único documento
escrito que da fe de los crímenes cometidos por “el cura verdugo de Ocaña”, tal
y como los reos le bautizaron. Se trataba del capellán del penal de esta
localidad toledana, también conocido entre los familiares de los reclusos como
el “cura asesino”. Un religioso entre cuyas funciones se encontraba dar el tiro
de gracia a los republicanos condenados a muerte.
“Todos sabíamos que era el cura. Participaba en las palizas
y después gustaba de coger su pistola y dar el último disparo. Pero poco
sabíamos de él. No se dejaba ver por el pueblo y un buen día desapareció de la
prisión. Ni siquiera recuerdo su nombre”, cuenta a Público Celedonio Vizcaíno,
de 75 años. Su abuelo, de quien heredó el nombre, fue fusilado el 8 de julio de
1939 por “el gran delito de pertenecer a Juventudes Comunistas”.
En la memoria de este hombre, sin embargo, sí ha quedado
marcada una imagen: la de decenas de presos caminando desde el penal hasta el
cementerio en mitad de la noche. En una larga y profusa fila. Presos cabizbajos
seguidos de una camioneta militar. Los registros dan fe de que una noche
llegaron a ser 57 los fusilados. “A veces, cuando eran pocos, iban todos en la
camioneta”, recuerda. Después llegaba el silencio más absoluto y, por último,
el ruido de una ametralladora que los verdugos apoyaban sobre un montón de
piedras.
Los registros recogen hasta 57 fusilamientos en una noche
También recuerda Celedonio las mañanas en las que acompañaba a su madre al
cementerio para poner flores a la fosa común donde descansan los restos de su
padre. Las tres fosas del pequeño cementerio permanecieron abiertas hasta 1945
y él, siendo un niño de 5 años, podía ver los cuerpos de los fusilados comidos
por la cal. Entre ellos, el de su progenitor
Otros días, llegar hasta la fosa se hacía imposible. “Muchas
veces tuvimos que salir corriendo y escondernos en cualquier lugar cuando
íbamos al cementerio. Las familias de derechas nos señalaban, nos insultaban y
temíamos que nos mataran”, señala este hombre. El miedo no es de extrañar.
Además de su abuelo, murieron otros tres familiares fusilados en el penal.
Sólo en Ocaña, un pueblo de apenas 11.000 habitantes de la
provincia de Toledo, se registraron entre 1939 y 1959, fecha del último
fusilamiento, 1.300 víctimas de la represión franquista. En su pequeño
cementerio se concentran tres fosas comunes. La mayoría murieron fusilados, pero
un gran número de ellos lo hicieron enfermos dentro de la prisión. La
Asociación de Familiares de Ejecutados en la Cárcel de Ocaña, tras examinar los
registros del penal, señala que en invierno la lista de fallecidos aumentaba
considerablemente debido a las penosas condiciones de vida a las que estaban
sometidos los presos. En muchos casos los verdugos ni siquiera necesitaban
balas para cometer sus crímenes.
“Hemos encontrado varias partidas de defunción de bebés, que
morían en la cárcel. Era habitual que las presas tuvieran allí a sus hijos. De
hecho, conozco un caso escalofriante”, narra Carmen Díaz, vicepresidenta de la
asociación. “Una presa fue condenada a muerte pero tenía un bebé en edad de
lactancia. Las monjas permitieron que la presa continuara con vida hasta que el
bebé cumplió dos años. Entonces, se lo quitaron de los brazos y la fusilaron.
El bebe fue abandonado entre los matojos, aunque me consta que logró
sobrevivir”, cuenta esta mujer, cuya historia familiar no es menos trágica.
“En el penal de Ocaña conocí lo más duro para un condenado a
muerte: la soledad", detalla Marcos Ana
Su abuelo murió en la prisión tras ser juzgado tres veces:
una para condenarle a muerte, otra para conmutarle la pena por 30 años de
prisión y, finalmente, una última ocasión, en la propia cárcel, para condenarlo
de nuevo a muerte. La sentencia fue ejecutada inmediatamente sin avisar a los
familiares. “Sospechamos que el último juicio fue un fraude ya que no aparece
en ningún registro. Simplemente, querían verlo muerto”, cuenta a Público
Carmen.
La cárcel de Ocaña ha pasado a la historia como uno de los
símbolos de la represión franquista. Tanto por el alto número de fusilados como
por el nombre de los presos que albergó. Entre sus barrotes estuvieron Miguel
Hernández y el poeta Marcos Ana en el año 1940-41, el primero, y a partir de
1944, el segundo. A pesar de la breve estancia de Hernández en la prisión, su
figura se ha transmitido en la historia oral de los familiares de las víctimas.
“Siempre se ha contado que Miguel Hernández enseñaba a leer
y a escribir a los presos republicanos y que, a escondidas de los guardias,
organizaba clases de poesía. El poema de El cura verdugo surgió de esas
clases”, asegura Julián Ramos, cuyo abuelo fue fusilado en el cementerio de
Ocaña por ser el alcalde socialista de San Bartolomé de las Abiertas (Toledo).
La versión de Julián del poema fue corroborada por el
militante comunista Miguel Nuñez, fallecido en 2008, quien estuvo preso en el
mismo municipio en aquellos años y relató este episodio en sus memorias. No
obstante, este diario no ha podido corroborar la autoría del poema tras
consultar biógrafos y expertos de la vida y obra de Hernández.
Marcos Ana, el reo político que pasó más tiempo en las
cárceles franquistas (23 años), describió para el documental ‘Memoria Viva’ las
condiciones de vida del penal de Ocaña, donde estuvo preso hasta 1946.
“En el penal de Ocaña conocí lo más duro para un condenado a
muerte: la soledad. Me llevaron a una pequeña celda, de unos dos metros de
largo y tan estrecha que con los brazos en cruz tocaba las paredes. Una puerta
de hierro, un retrete en un rincón, un colchón de esparto y un pequeño y alto
tragaluz enrejado iban a formar mi nuevo universo. Nos dejaban salir al patio dos
veces al día, una hora por la mañana y otra por la tarde”, detalla el poeta,
que añade que el momento más triste del día era el atardecer, cuando se
despedían unos de otros “sin saber si aquél sería el último abrazo”.
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