EL CRIMEN FUE EN GRANADA
CONFIESO QU HE VIVIDO. Pablo Neruda
Justamente cuando escribo estas líneas, la España oficial celebra muchos —¡tantos!—años de insurrección
cumplida. En este momento, en Madrid, el Caudillo vestido de oro y azul,
rodeado por la guardia mora, junto al embajador norteamericano, al de
Inglaterra y a varios más, pasa revista a las tropas. Unas tropas compuestas,
en su mayoría, de muchachos que no conocieron aquella guerra. Yo sí la conocí.
¡Un millón de españoles muertos! ¡Un millón de exilados! Parecería que jamás se
borraría de la conciencia humana esa espina sangrante. Sin embargo, los
muchachos que ahora desfilan frente a la guardia mora, ignoran tal vez la
verdad de esa historia tremenda.
Todo empezó para mí la noche del 19 de julio de 1936. Un
chileno simpático y aventurero, llamado Bobby Deglané, era empresario de
catch—as—can en el gran circo Price de
Madrid. Le manifesté mis reservas sobre la seriedad de ese "deporte",
y él me convenció de que fuera al circo,
junto con García Lorca, a verificar la autenticidad del espectáculo. Convencí a
Federico y quedamos en encontrarnos allí a una hora convenida. Pasaríamos el
rato viendo las truculencias del Troglodita Enmascarado, del Estrangulador
Abisinio y del Orangután Siniestro. Federico faltó a la cita. Ya iba camino de
su muerte. Ya nunca más nos vimos. Su cita era con otros estranguladores. Y de
ese modo la guerra de España, que cambió
mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta.
¡Qué poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y
el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. Federico García Lorca era
el duende derrochador, la alegría centrífuga que recogía en su seno e irradiaba
como un planeta la felicidad de vivir. Ingenuo y comediante, cósmico y
provinciano, músico singular, espléndido mimo, espantadizo y supersticioso,
radiante y gentil, era una especie de resumen de las edades de España, del
florecimiento popular; un producto arábigo—andaluz que iluminaba y perfumaba como
un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida.
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