11 de septiembre/Allende
visto por Neruda
Hoy todos los telediarios
de nuevo volverán a sacar las imágenes del aquel atroz atentado que causo casi
tres mil muertes inocentes en EE.UU. y
muchas más en Afganistán e Irak, también igualmente inocentes, posteriormente
como venganza. Pero serán muchos los
noticiarios que olviden otro atentado más atroz si cabe, llevado a cabo también
un 11 de septiembre, en este caso en Chile, un atentado más execrable criminal,
genocida y terrorista, el llevado a cabo
por
un grupo de indeseables que amparados en el uniforme militar acabaron con la
libertad de un pueblo y causaron miles de muertos y desaparecidos, mi homenaje
a ellos y mi desprecio a los culpables.
Los noticiarios siempre dan las noticias
que les interesan, ocurrió el 5 de agosto, no hubo telediario que no recordase
el aniversario de Marilyn Monroe, ni en la sexta hablaron de las trece rosas,
esta mañana, sabía que iba ocurrir lo mismo, solo hay un 11 de septiembre, el
de Manhattan, en Cataluña, la Diada y en mi pueblo, en Pinarejo, como todos los años las
fiestas de fin de verano, pero ningún apartado para quien más merece ser
recordado, Allende y el pueblo chileno que en su conjunto sufrió el terrorismo
militar e imperialista, pues no debemos de olvidar quien estaba detrás de aquel
atentado terrorista militar dado un 11 de septiembre de 1973. Allende, fue un ejemplo y un punto de
referencia para la izquierda mundial.
Siempre lo tendremos presente, pero
sabemos que somos nosotros quienes debemos recordar, nosotros quienes
debemos recordar a los nuestros, pues el sistema si pudiese los borraría de la
memoria colectiva.
Nadie mejor que el propio
Pablo Neruda, muerto 12 dias después de tan criminal atentado para hablarnos de
Allende tres días después de la muerte de este :
ALLENDE
Mi pueblo ha sido el más
traicionado de este tiempo. De los desiertos del salitre, de las minas submarinas
del carbón, de las alturas terribles donde yace el cobre y lo extraen con
trabajos inhumanos las manos de mi pueblo, surgió un movimiento liberador de
magnitud grandiosa. Ese movimiento llevó a la presidencia de Chile a un hombre
llamado Salvador Allende para que realizara reformas y medidas de justicia
inaplazables, para que rescatara nuestras riquezas nacionales de las garras
extranjeras.
Donde estuvo, en los
países más lejanos, los pueblos admiraron al presidente Allende y elogiaron el extraordinario
pluralismo de nuestro gobierno. Jamás en la historia de la sede de las Naciones
Unidas, en Nueva York, se escuchó una ovación como la que le brindaron al
presidente de Chile los delegados de todo el mundo. Aquí, en Chile, se estaba
construyendo, entre inmensas dificultades, una sociedad verdaderamente justa,
elevada sobre la base de nuestra soberanía, de nuestro orgullo nacional, del heroísmo
de los mejores habitantes de Chile. De nuestro lado, del lado de la revolución
chilena, estaban la constitución y la ley, la democracia y la esperanza.
Del otro lado no faltaba
nada. Tenían arlequines y polichinelas, payasos a granel, terroristas de pistola
y cadena, monjes falsos y militares degradados. Unos y otros daban vueltas en
el carrusel del despacho. Iban tomados de la mano el fascista Jarpa con sus
sobrinos de "Patria y Libertad", dispuestos a romperle la cabeza y el
alma a cuanto existe, con tal de recuperar la gran hacienda que ellos llamaban Chile.
Junto con ellos, para amenizar la farándula, danzaba un gran banquero y
bailarín, algo manchado de sangre; era el campeón de rumba González Videla, que
rumbeando entregó hace tiempo su partido a los enemigos del pueblo. Ahora era
Frei quien ofrecía su partido demócrata—cristiano a los mismos enemigos del
pueblo, y bailaba al son que éstos le tocaran, y bailaba además con el ex
coronel Viaux, de cuya fechoría fue cómplice. Estos eran los principales
artistas de la comedia. Tenían preparados los víveres del acaparamiento, los
"miguelitos", los garrotes y las mismas balas que ayer hirieron de
muerte a nuestro pueblo en Iquique, en Ranquin, en Salvador, en Puerto Montt,
en la José María Caro, en Frutillar, en Puente
Alto y en tantos otros
lugares. Los asesinos de Hernan Mery bailaban con los que deberían defender su memoria.
Bailaban con naturalidad, santurronamente. Se sentían ofendidos de que les
reprocharan esos "pequeños detalles".
Chile tiene una larga
historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores
y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes:
Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la
burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia.
Como hombres de principios,
empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los
dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al
suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías
extranjeras.
Allende fue asesinado por
haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre. En ambos
casos la oligarquía chilena organizó revoluciones sangrientas. En ambos casos
los militares hicieron de jauría. Las compañías inglesas en la ocasión de Balmaceda,
las norteamericanas en la ocasión de Allende, fomentaron y sufragaron estos
movimientos militares. En ambos casos las casas de los presidentes fueron desvalijadas
por órdenes de nuestros distinguidos "aristócratas". Los salones de
Balmaceda fueron destruidos a hachazos. La casa de Allende, gracias al progreso
del mundo, fue bombardeada desde el aire por nuestros heroicos aviadores. Sin
embargo, estos dos hombres fueron muy diferentes. Balmaceda fue un orador
cautivante. Tenía una complexión imperiosa que lo acercaba más y más al mando
unipersonal. Estaba seguro de la elevación de sus propósitos. En todo instante
se vio rodeado de enemigos. Su superioridad sobre el medio en que vivía era tan
grande, y tan grande su soledad, que concluyó por reconcentrarse en sí mismo.
El pueblo que debía ayudarle no existía como fuerza, es decir, no estaba
organizado. Aquel presidente estaba condenado a conducirse como un iluminado,
como un soñador: su sueño de grandeza se quedó en sueño. Después de su
asesinato, los rapaces mercaderes extranjeros y los parlamentarios criollos
entraron en posesión del salitre: para los extranjeros, la propiedad y las
concesiones; para los criollos, las coimas. Recibidos los treinta dineros, todo
volvió a su normalidad. La sangre de unos cuantos miles de hombres del pueblo
se secó pronto en los campos de batalla. Los obreros más explotados del mundo,
los de las regiones del norte de Chile, no cesaron de producir inmensas
cantidades de libras esterlinas para la city de Londres.
Allende nunca fue un gran
orador. Y como estadista era un gobernante que consultaba todas sus medidas.
Fue el antidictador, el demócrata principista hasta en los menores detalles. Le
tocó un país que ya no era el pueblo bisoño de Balmaceda; encontró una clase
obrera poderosa que sabía de qué se trataba. Allende era un dirigente
colectivo; un hombre que, sin salir de las clases populares, era un producto de
la lucha de esas clases contra el estancamiento y la corrupción de sus explotadores.
Por tales causas y razones, la obra que realizó Allende en tan corto tiempo es
superior a la de Balmaceda; más aún, es la más importante en la historia de
Chile. Sólo la nacionalización del cobre fue una empresa titánica, y muchos objetivos
más que se cumplieron bajo su gobierno de esencia colectiva.
Las obras y los hechos de
Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra
liberación. El simbolismo trágico de esta crisis se revela en el bombardeo del
palacio de gobierno; uno evoca la Blitz krieg de la aviación nazi contra
indefensas ciudades extranjeras, españolas, inglesas, rusas; ahora sucedía el
mismo crimen en Chile; pilotos chilenos atacaban en picada el palacio que
durante dos siglos fue el centro de la vida civil del país.
Escribo estas rápidas
líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron
a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se Mantuvo
en silencio; fue enterrado secretamente—sólo a su viuda le fue permitido
acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron
su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. La versión que ha sido publicada
en el extranjero es diferente. A renglón seguido del bombardeo aéreo entraron
en acción los tanques, muchos tanques, a luchar intrépidamente contra un solo
hombre: el presidente de la república de Chile, Salvador Allende, que los
esperaba en su gabinete, sin más compañía que su gran corazón envuelto en humo
y llamas.
Tenían que aprovechar una
ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo.
Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver
que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma
todo el dolor del mundo. Aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y
despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que
otra vez habían traicionado a Chile.
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