En esta España que contempla con adoración o indiferencia
—según su ideología— las miles de procesiones que han proliferado en todas las
ciudades y villas desde que se implantó la democracia, se han apagado los ecos
de las manifestaciones, de las marchas,
de las asambleas, de las convocatorias, de los mítines que durante semanas
enardecieron los ánimos de los que reclaman justicia social y de los que exigen
nuevamente la proclamación de la III República. Como si se hubiera tratado del
Carnaval que da paso a la Cuaresma, las multitudes se arraciman en las plazas
mayores, en las avenidas, en las calles y en las puertas de las iglesias,
rezando entre lágrimas para que resucite el Salvador.
Entre los más antiguos recuerdos de mi infancia están los de
la huelga de tranvías del año 1951 en Barcelona, cuando en las calles de la
ciudad una multitud de trabajadores indignados por la subida de unos céntimos
del precio del billete, concertada y espontáneamente a la vez, decidieron no
utilizar el transporte público. Durante quince días, ante el desconcierto de
las autoridades, los barceloneses anduvieron a pie muchos kilómetros para ir y
regresar del trabajo, dejando que los tranvías, que por orden gubernativa
seguían impertérritos recorriendo los itinerarios trazados, mostraran la
desolación de sus vagones vacíos. Una insólita huelga, nunca más repetida, que
concluyó con la victoria de los protestatarios, por más minúscula que fuera,
como reducir el precio del billete a entre cinco y 35 céntimos, según el
destino. Y fue enormemente enardecedor leer en la prensa al día siguiente que
habíamos conseguido lo exigido.
Al año siguiente, en 1952, se celebró el Congreso
Eucarístico. Y las mismas —¿pudieron ser otras?— multitudes llenaron las
plazas, las avenidas, las calles de Barcelona, y las misas al aire libre se
celebraron con el fervor de la ciudadanía, que lloraba de emoción ante los
sermones del Padre Peyton, y del Nuncio de Su Santidad.
Y los revolucionarios nos preguntamos, ¿es cierto que son
las mismas mujeres y los mismos hombres los que claman con furia contra los
poderes que les explotan que los que lloran de emoción con los sermones
eclesiásticos? ¿O con definición machadiana nos encontramos con dos Españas, la
que muere y la que bosteza?
Me dirán que hoy ninguna España muere, aunque muchos sigan
bostezando, porque en pie de lucha existen cientos de grupos, de asociaciones, de colectivos y de partidos
políticos que están en la calle cada día reclamando contra los desahucios, los
recortes de la sanidad y la educación, los despidos masivos de trabajadores, la
pérdida de poder adquisitivo de las pensiones y otras muchas injusticias con
las que el Gobierno nos aflige desde hace varios años. Y cierto es, pero tan
cierto como que en la calle no somos suficientes para lograr un cambio
realmente revolucionario en la organización económica, política y social de
nuestro país.
En Barcelona, el 14 de abril, celebramos un acto de
conmemoración de lo que fue aquel fausto día en que, en 1931, se proclamó la II
República. Unos pocos cientos de militantes nos agrupamos en un rincón de la
Plaza de Sant Jaume y con gran entusiasmo obsequiamos con nuestros mítines y
canciones y poesías a una concurrencia convencida y generosa. Allí recibimos a
los mineros que habían protagonizado las últimas rebeliones en Asturias y en
León, a los trabajadores de Panrico que en la factoría de Santa Perpetua de la
Moguda —al lado de Barcelona— llevan seis meses de huelga, a los representantes
de varias de las movilizaciones que han enturbiado el plácido paisaje que desea
el Gobierno. Y algunas mujeres, pocas para quienes han de ser las primeras
beneficiadas por esa III República que está por venir.
Pocos éramos, aunque un convencido y entusiasta dirigente
sindical enardeció el discurso recordando nuevamente el esfuerzo y heroísmo de
los que han salido a la calle continuamente en los últimos meses. Y podría
darle la razón si no fuera porque estábamos celebrando y reclamando la
República y ni siquiera el parlamento final de las enormes Marchas del 22 de
marzo pasado introdujo ese objetivo en sus demandas.
¿Qué ha pasado, compañeras y compañeros de tantas guerras
libradas, para que en el día de hoy esa reclamación se esquive, se ningunee,
incluso por los más valientes de los dirigentes y colectivos de izquierdas?
¿Qué miedo se ha introyectado en las almas de varias generaciones para que se
suponga que es posible nacionalizar la banca, renegociar la deuda, cambiar la
ley electoral, aprobar el derecho de las mujeres a controlar su maternidad,
acabar con la violencia que convierte a la mitad de la población en la clase
más oprimida del país, lograr que las mujeres trabajen por el mismo salario que
los hombres, exigir a las eléctricas que devuelvan la fortuna que nos han
expoliado, aprobar la reforma agraria, abolir las leyes laborales que ha
hundido a los trabajadores en la miseria, resolver el conflicto de las
nacionalidades, y otras tantas reivindicaciones que forman parte del programa
del capital y del patriarcado, manteniendo la Monarquía?
Y no por el agotamiento del prestigio de un monarca que ha
dilapidado, desafiadoramente, el voto de confianza que con tanta temeridad le
dieron los partidos políticos, sino por la institución como tal. ¿Cómo es
posible que los ciudadanos acepten que puede existir una verdadera democracia
sin República? ¿Cómo es posible que los partidos de izquierda se postulen para
gobernar bajo la tiranía de los Borbones? ¿Cómo es posible que el movimiento
feminista no se alinee con el movimiento republicano, y orgullosamente recuerde
que las mujeres obtuvieron por primera vez el estatus de ciudadanas de su país
cuando lograron derrotar a la Monarquía y a la Iglesia? ¿Qué habrá de pasar
para que unidas todas las víctimas decidamos acabar con este régimen
monárquico-capitalista-patriarcal, que nos está devolviendo al siglo XIX?
Lidia Falcón es fundadora del Partido Feminista de España y
de la Confederación de Organizaciones Feministas del Estado Español.
Fuente: Público
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