sábado, 19 de abril de 2014

La Segunda República: de la fiesta popular al golpe de Estado



Escrito PorJulián Casanova   
“Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo”, dejó escrito el rey Alfonso XIII en la nota con la que se despedía de los españoles, antes de abandonar el Palacio Real la noche del martes 14 de abril de 1931. Cuando llegó a París, comienzo de su exilio, Alfonso XIII declaró que la República era “una tormenta que pasará rápidamente”. Tardó en pasar más de lo que él pensaba, o deseaba. Más de cinco años duró esa República en paz, antes de que una sublevación militar y una guerra la destruyeran por las armas.




La República llegó con celebraciones populares en la calle, mucha retórica y un ambiente festivo donde se combinaban esperanzas revolucionarias con deseos de reforma. La multitud se echó a la calle cantando el Himno de Riego y La Marsellesa. Allí había obreros, estudiantes, profesionales. La clase media “se lanzaba hacia la República” ante la “desorientación de los elementos conservadores”, escribió unos años después José María Gil Robles. Y la escena se repitió en todas las grandes y pequeñas ciudades, como puede comprobarse en la prensa, en las fotografías de la época, en los numerosos testimonios de contemporáneos que quisieron dejar constancia de aquel gran cambio que parecía tener algo de magia, llegando de forma pacífica, sin sangre.


A la República la recibieron unos con fiesta y otros de luto. La Iglesia católica, por ejemplo, vivió su llegada como una auténtica desgracia. Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente, la mayoría de los católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada por el pueblo en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico era también que mostraran su desconcierto y estupor todos esos terratenientes ennoblecidos y muchos industriales y financieros con título nobiliario, que perdieron de golpe al rey, su fiel protector, al que muchos de ellos abandonaron en las últimas semanas de su reinado.


El gobierno provisional lo presidía Niceto Alcalá Zamora, ex monárquico, católico y hombre de orden, una pieza clave para mantener el posible y necesario apoyo al nuevo régimen de los republicanos más moderados. Sus ministros, republicanos de todos los colores y tres socialistas, representaban a las clases medias profesionales, a la pequeña burguesía y a la clase obrera militante o simpatizante de las ideas socialistas. Ninguno de ellos, salvo Alcalá Zamora, había desempeñado un alto cargo político con la Monarquía, aunque no eran jóvenes inexpertos, la mayoría rondaba los cincuenta años, y llevaban mucho tiempo en la lucha política, al frente de partidos republicanos y organizaciones socialistas. Tampoco era, frente lo que se ha dicho a menudo, un gobierno de intelectuales. Salvo Manuel Azaña, presente en el gobierno como dirigente de un partido republicano, no estaban allí esos intelectuales que tanto habían contribuido con sus discursos y escritos a darle la estocada a la Monarquía durante 1930. Ni Unamuno, ni Ortega, ni Pérez de Ayala o Marañón. Estos últimos desaparecieron muy pronto además de la vida pública o acabaron incluso distanciados del régimen republicano.


Lo que hizo ese gobierno en las primeras semanas, todavía con la resaca de la fiesta popular, fue legislar a golpe de decreto. Difícil es imaginar, efectivamente, un gobierno con más planes de reformas políticas y sociales. Antes de la inauguración de las Cortes Constituyentes, el gobierno provisional de la República puso en práctica una Ley de Reforma Militar, obra de Manuel Azaña, y una serie de decretos básicos de Francisco Largo Caballero, ministro de Trabajo, que tenían como objetivo modificar radicalmente las relaciones laborales. Tal proyecto reformista encarnaba, en conjunto, la fe en el progreso y en una transformación política y social que barrería la estructura caciquil y el poder de las instituciones militar y eclesiástica.
El camino marcado por el gobierno provisional pasaba por convocar elecciones a Cortes y dotar a la República de una Constitución. “Una República democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza en régimen de libertad y justicia”, proclamaba el artículo primero de su Constitución, aprobada el 9 de diciembre de 1931, tan solo siete meses después de que cayera la Monarquía de Alfonso XIII.
Esa Constitución, que decía que la República era “un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones”, declaraba también la no confesionalidad del Estado, eliminaba la financiación estatal del clero e introducía el matrimonio civil y el divorcio. Su artículo 36, tras acalorados debates, otorgó el voto a las mujeres, algo que sólo estaban haciendo en esos años los parlamentos democráticos de las naciones más avanzadas.
Constitución, elecciones libres, sufragio universal masculino y femenino, gobiernos responsables ante los parlamentos. En eso consistía la democracia entonces. No era fácil conseguirla y menos consolidarla, porque todas las repúblicas europeas que nacieron en aquellos turbulentos años que siguieron a la Primera Guerra Mundial, desde Alemania a Grecia, pasando por Portugal, España o Austria, acabaron acosadas por fuerzas reaccionarias y derribadas por regímenes fascistas o autoritarios.
Nunca en la historia de España se había asistido a un período tan intenso y acelerado de cambio y conflicto, de avances democráticos y conquistas sociales. En los dos primeros años de la República se acometió la organización del ejército, la separación de la Iglesia y del Estado y se tomaron medidas radicales y profundas sobre la distribución de la propiedad de la tierra, los salarios de las clases trabajadoras, la protección laboral y la educación pública.

 Pero esa legislación republicana situó en primer plano algunas de las tensiones germinadas durante las dos décadas anteriores con la industrialización, el crecimiento urbano y los conflictos de clase. Se abrió así un abismo entre  varios mundos culturales antagónicos, entre católicos practicantes y anticlericales convencidos, amos y trabajadores, Iglesia y Estado, orden y revolución. La Segunda República pasó dos años de relativa estabilidad, un segundo bienio de inestabilidad política y unos meses finales de acoso y derribo.

 Como consecuencia de esos antagonismos, la República encontró enormes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos. En primer lugar, del antirrepublicanismo y posiciones antidemocráticas de los sectores  más influyentes de la sociedad: hombres de negocios, industriales, terratenientes, la Iglesia y el ejército. Tras unos meses de desorganización inicial de las fuerzas de la derecha, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. Ese estrecho vínculo entre religión y propiedad se manifestó en la movilización de cientos de miles de labradores católicos, de propietarios pobres y “muy pobres”, y en el control casi absoluto por parte de los terratenientes de organizaciones que se suponían creadas para mejorar los intereses de esos labradores. En esa tarea, el dinero y el púlpito obraron milagros: el primero sirvió para financiar, entre otras cosas, una influyente red de prensa local y provincial; desde el segundo, el clero se encargó de unir, más que nunca, la defensa de la religión con la del orden y la propiedad. Y en eso coincidieron obispos, abogados y sectores profesionales del catolicismo en las ciudades, integristas y poderosos terratenientes como Lamamié de Clairac o Francisco Estévanez, que con tanto afán defendieron en las Cortes constituyentes los intereses cerealistas de Castilla; y todos esos cientos de miles de católicos con pocas propiedades pero amantes del orden y la religión.

Dominada por grandes terratenientes y sectores profesionales urbanos, la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), el primer partido de masas de la historia de la derecha española, creado a comienzos de 1933, se propuso defender la “civilización cristiana”, combatir la legislación “sectaria” de la República y “revisar” la Constitución. Cuando esa “revisión” de la República sobre bases corporativas no fue posible efectuarla a través de la conquista del poder por medios parlamentarios, sus dirigentes, afiliados y votantes comenzaron a pensar en métodos más expeditivos. Sus juventudes y los partidos monárquicos ya habían emprendido la vía de la fascistización bastante ante. A partir de la derrota electoral de febrero de 1936, todos captaron el mensaje, sumaron sus esfuerzos por conseguir la desestabilización de la República y se apresuraron a adherirse al golpe militar.

Si, frente a la democracia, la derecha creía en el autoritarismo, una parte de la izquierda prefería la revolución como alternativa al gobierno parlamentario. La insurrección como métodos de coacción frente a la autoridad establecida fue utilizada primero por los anarquistas y detrás de sus sucesivos intentos insurreccionales –en enero de 1932 y enero y diciembre de 1933- había, esencialmente, un repudio del sistema institucional representativo y la creencia de que la fuerza era el único camino para liquidar los privilegios de clase y los abusos consustanciales al poder. Sin embargo, como la historia de la República muestra, desde el principio hasta el final, el recurso a la fuerza frente al régimen parlamentario no fue patrimonio exclusivo de los anarquistas ni tampoco parece que el ideal democrático estuviera muy arraigado entre algunos sectores políticos republicanos o entre los socialistas, quienes ensayaron la vía insurreccional en octubre de 1934, justo cuando incluso los anarquistas más radicales la habían abandonado ya por agotamiento.

Esas graves alteraciones del orden, como lo había sido ya la fracasada rebelión del general Sanjurjo en agosto de 1932, hicieron mucho más difícil la supervivencia de la República y del sistema parlamentario, demostraron que hubo un recurso habitual a la violencia por parte de algunos sectores de la izquierda, de los militares y de los guardianes del orden tradicional, pero no causaron el final de la República ni mucho menos el inicio de la guerra civil. Y todo porque cuando las fuerzas armadas y de seguridad de la República se mantuvieron unidas y fieles al régimen, los movimientos insurreccionales podían sofocarse fácilmente, aunque fuera con un coste alto de sangre. En los primeros meses de 1936, la vía insurreccional de la izquierda, tanto anarquista como socialista, estaba agotada, como había ocurrido también en otros países, y las organizaciones sindicales estaban más lejos de poder promover una revolución que en 1934. Había habido elecciones en febrero, libres y sin falseamiento gubernamental, en las que la CEDA, como los demás partidos, puso todos sus medios, que eran muchos, para ganarlas y existía un Gobierno, presidido de nuevo por Manuel Azaña,  que emprendía otra vez el camino de las reformas, con una sociedad, eso sí, más fragmentada y con la convivencia más deteriorada que la de 1931. El sistema político, por supuesto, no estaba consolidado y como pasaba en todos los países europeos, posiblemente con la excepción de Gran Bretaña, el rechazo de la democracia liberal a favor del autoritarismo avanzaba a pasos agigantados.
Nada de eso, sin embargo, conducía necesariamente al final de la República ni a una guerra civil. Ésta empezó porque una sublevación militar debilitó y socavó la capacidad del Estado y del Gobierno republicanos para mantener el orden. El golpe de muerte a la República se lo dieron desde dentro, desde el propio seno de sus mecanismos de defensa, los grupos militares que rompieron el juramento de lealtad a ese régimen en julio de 1936. La división del Ejército y de las fuerzas de seguridad impidió el triunfo de la rebelión, el logro de su principal objetivo: hacerse rápidamente con el poder. Pero al minar decisivamente la capacidad del Gobierno para mantener el orden, ese golpe de Estado dio paso a la violencia abierta, sin precedentes, de los grupos que lo apoyaron y de los que se oponían. En ese momento, y no en octubre de 1934 o en la primavera de 1936, comenzó la guerra civil. Atrás quedaban cinco años de cambio, conflicto, esperanzas rotas y proyectos frustrados. Nada sería ya igual después del golpe de Estado de julio de 1936.

HECHOS A RECORDAR

TRES FASES:
-Bienio reformista (Primero, un gobierno provisional, presidido por Alcalá Zamora; después, a partir de octubre de 1931, gobierno de Azaña, hasta septiembre de 1933)
-Bienio radical-cedista: desde noviembre de 1933 a diciembre de 1933, con gobiernos presididos por dirigentes del Partido Radical de Lerroux, con apoyo de la CEDA de Gil Robles.
-Período del Frente Popular, desde febrero de 1936 hasta el golpe de Estado de julio de 1936. Dos gobiernos: uno de Azaña y otro de Casares Quiroga
La República en paz duró cinco años. Y duró tres años más en guerra, desde julio de 1936 hasta su derrota definitiva el 1 de abril de 1939. Tuvo dos presidentes: Alcalá Zamora, desde diciembre de 1931 (cuando se aprobó la Constitución) hasta abril de 1936 y Manuel Azaña, desde mayo de 1936 hasta el final de la guerra.
Hubo 3 elecciones generales: las Constituyentes, con sufragio universal masculina, ganadas por republicanos y socialistas; las de noviembre de 1933, la primera vez que en España votaban las mujeres, ganadas por el Partido Radical (centro) y la CEDA (derecha católica); y las de febrero de 1936, ganadas por la coalición del Frente Popular, socialistas y republicanos (y algunos comunistas, por primera vez en la historia de España).

, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza
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Fuente: El País

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