"Cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado
las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha
terminado. Burgos, 1 de abril de
1939. Año de la Victoria. El Generalísimo Franco".
Bajé del camión que
nos traía del campo de prisioneros de Valsequillo en la provincia de Córdoba y
tomé el metro que me llevaría a mi casa. En algunas ventanillas habían colocado
unos letreros que decían: "Nada tienen que temer ni aun aquellos que
influenciados por la propaganda marxista lucharon como voluntarios en las filas
del ejército rojo". Aquellos
letreros me dieron cierta tranquilidad. Cuando me pusieron en libertad hacía
cerca de un mes que había terminado la guerra, y varios desde que en El Viso de
los Pedroches me hicieran prisionero los moros de la 13ª División del general
Yagüe. Esto ocurría en diciembre del año 1938.
Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la manta y las
botas, luego nos ordenaron sentarnos en el suelo, bajo la lluvia.
Una mujer,
que tendría unostreinta años, salió de una casa gritando vivas a Franco, los
moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se
convirtieron en gritos desgarradores. Instantes después, los moros salían
satisfechos, habían violado a la mujer y llevaban en las manos gallinas,
botellas de vino y algunos objetos robados con el "ábrete Sésamo" de
los vencedores de batallas. Dicen, o decían, nunca supe si esto era cierto o
no, que los mandos de la división del general Yagüe, cuando sus tropas tomaban un
pueblo les daban veinte minutos para apropiarse del botín que encontrasen en el
lugar conquistado. Ni lo puedo asegurar ni lo puedo desmentir, me limito a
contar lo que oí decir. Lo de la violación lo puedo afirmar porque los moros
nos ordenaron que nos levantásemos y nos encerraron en la misma casa de aquella
mujer que había gritado los vivas a Franco y que, aterrorizada y con sus ropas
desgarradas, lloraba sentada sobre la cama en que los moros habían abusado de
ella. En el corral de la casa había un
pozo, pero el agua estaba estancada y verdosa. Con tres cantimploras en la
mano, me acerqué al moro que vigilaba la entrada y le rogué que me dejara salir
a buscar agua. El moro sin decir ni una palabra me golpeó con la culata de su
fusil en una cadera. Fue un golpe dado con saña, que me produjo un dolor
tremendo. Desistí de mi petición y volví de nuevo al corral de la casa. A los
pocos instantes de haber recibido el golpe en el costado me brotó un hematoma
de un color morado. Recordé la gangrena que había causado la muerte de mi padre
por un golpe en el mismo lugar donde el moro me había golpeado y pensé que, tal
vez, mi muerte iba a ser igual a la suya. Pensaba si el destino no me habría
buscado la misma forma y la misma edad para morir. No le tenía miedo a la muerte.
Estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el
cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación. Como la sed iba en aumento no tuvimos otra
opción que beber agua del pozo, nos quitamos los cinturones, los unimos uno con
otro y conseguimos que la cantimplora llegara hasta el fondo. Bebimos el agua y
a los pocos minutos nos retorcíamos de dolores en el estómago. El dolor nos
duró tan sólo un par de horas. Cuando estaba por anochecer, los moros nos
sacaron de la casa y nos empujaron hasta un descampado a las afueras del
pueblo. Ya nos habían despojado de la ropa de abrigo.
Miguel Gila (Y entonces nací yo)
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