Las informaciones no eran muy claras, pero precisamente por
ello, nuestra lucha en Extremadura era también confusa y desordenada. La lluvia
y el barro obstaculizaban cualquier estrategia que organizara los combates.
Acosados por la artillería y sin armamento que nos diera fuerza para resistir,
iniciamos una retirada hacia Pozoblanco donde habíamos tenido nuestro cuartel
general. No teníamos munición para los cañones antiaéreos. Los camiones
pinchaban y no nos quedaban ruedas de recambio, por lo que se hacía necesario
llevarlos cargados y con el único recurso de sustituir las ruedas pinchadas con
las ruedas gemelas. Los camiones, con tan sólo dos ruedas traseras, eran
incapaces de soportar todo el peso. Con grandes apuros llegamos a El Viso de
los Pedroches. Ahí una de las dos ruedas traseras reventó y el camión dijo:
"No va más", y se paró, apoyándose en su cojera. Intentamos
inútilmente que alguno de los camiones que venían en la caravana nos prestara
una rueda, pero ninguno de los camiones tenía rueda de repuesto. Abandonamos el
camión y comenzamos a caminar en dirección al pueblo, la lluvia menuda, pero
constante, calaba los huesos. Cuando nos dimos cuenta, los moros de la 13ª
División de Yagüe nos habían cercado y nos hacían prisioneros. Para mí, la
guerra había terminado, pero me faltaba pagar el precio de la derrota.
Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la
manta y las botas, luego nos ordenaron sentarnos en el suelo, bajo la lluvia.
Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando vivas a
Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a
Franco se convirtieron en gritos desgarradores. Instantes después, los moros
salían satisfechos, habían violado a la mujer y llevaban en las manos gallinas,
botellas de vino y algunos objetos robados con el "ábrete Sésamo" de
los vencedores de batallas. Dicen, o decían, nunca supe si esto era cierto o
no, que los mandos de la división del general Yagüe, cuando sus tropas tomaban
un pueblo les daban veinte minutos para apropiarse del botín que encontrasen en
el lugar conquistado. Ni lo puedo asegurar ni lo puedo desmentir, me limito a
contar lo que oí decir. Lo de la violación lo puedo afirmar porque los moros
nos ordenaron que nos levantásemos y nos encerraron en la misma casa de aquella
mujer que había gritado los vivas a Franco y que, aterrorizada y con sus ropas
desgarradas, lloraba sentada sobre la cama en que los moros habían abusado de
ella. En el corral de la casa había un pozo, pero el agua estaba estancada y
verdosa. Con tres cantimploras en la mano, me acerqué al moro que vigilaba la
entrada y le rogué que me dejara salir a buscar agua. El moro sin decir ni una
palabra me golpeó con la culata de su fusil en una cadera. Fue un golpe dado
con saña, que me produjo un dolor tremendo. Desistí de mi petición y volví de
nuevo al corral de la casa. A los pocos instantes de haber recibido el golpe en
el costado me brotó un hematoma de un color morado. Recordé la gangrena que
había causado la muerte de mi padre por un golpe en el mismo lugar donde el
moro me había golpeado y pensé que, tal vez, mi muerte iba a ser igual a la
suya. Pensaba si el destino no me habría buscado la misma forma y la misma edad
para morir. No le tenía miedo a la muerte. Estaba tan agotado, tan devorado por
los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser
una liberación.
Como la sed iba en aumento no tuvimos otra opción que beber
agua del pozo, nos quitamos los cinturones, los unimos uno con otro y
conseguimos que la cantimplora llegara hasta el fondo. Bebimos el agua y a los
pocos minutos nos retorcíamos de dolores en el estómago. El dolor nos duró tan
sólo un par de horas. Cuando estaba por anochecer, los moros nos sacaron de la
casa y nos empujaron hasta un descampado a las afueras del pueblo. Ya nos
habían despojado de la ropa de abrigo.
Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal.
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con
el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las
manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado
"ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas. El frío y la lluvia
calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la
formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: "¡Apunten!
¡Fuego!", apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros.
Catorce saltos grotescos en aquel frío atardecer del mes de diciembre. Las
gallinas tuvieron poco tiempo para respirar, el que emplearon los del piquete
de ejecución en apretar sus gatillos. Y sobre la tierra empapada por la lluvia
nuestros cuerpos agotados de luchar día a día.
Catorce madres esperando el regreso de catorce hijos. No
hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes,
ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las manos de los
moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis
oídos llegaban las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado
de uno de los hombres abatidos. Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con
vino, la mía estaba seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que
permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se
fueron. Estaba amaneciendo.
La muerte en las guerras tiene mucho trabajo. La muerte en
las guerras nunca tiene prisa. Se lleva a unos y deja a otros para más
adelante. Me dejó a mí y dejó al cabo Villegas. De mí no se llevó nada, del
cabo Villegas se llevó una pierna, la izquierda. Sangraba abundantemente, me
arranqué una manga de la camisa y le hice con ella un torniquete a la altura
del muslo.
Me fue difícil cruzar el río, sucio y revuelto por las
lluvias. Lo crucé con mi carga al hombro. El cabo Villegas no pesaba mucho y
yo, con mis veinte años, era un muchacho fuerte, pero el terror del
fusilamiento había aflojado mis piernas. Al otro lado del río quedaba un
paisaje gris de llovizna, con sabor amargo de guerra y doce hombres jóvenes con
la vida quebrada en el sueño de alcanzar el final de esa guerra, no importa si
como vencedores o vencidos.
El llanto por aquellos hombres jóvenes brotaría más tarde,
cuando la espera de doce madres se hiciera dolor por la noticia. La muerte de
las gallinas sólo se haría maldición en la boca de algún campesino.
Conseguí llegar con el cabo Villegas sobre mis hombros hasta
Hinojosa del Duque, ya en poder de los nacionales, fui hasta la parroquia y se
lo entregué al cura. Pensé en huir hacia Portugal cruzando sierra Trapera, pero
sabía que si alguien del ejército rojo entraba en tierras portuguesas, era
entregado a las tropas de Franco. Así las cosas, tomé la determinación de
buscar dentro de aquel desbarajuste algún vestigio de gente con vida. Llegué a
Villanueva del Duque, vi una hoguera en el interior de una casa y entré. El
miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento. Entré sin
importarme quiénes eran los que estaban alrededor del fuego, si rojos o
nacionales, el hambre y el frío me habían dado el valor o me habían eliminado
la cobardía, lo mismo da.
Mi entrada y mi aspecto asombró a los que estaban alrededor
del fuego. Ninguno echó mano a su fusil, mi cara demacrada y mis pies, que
aunque me los había envuelto con trapos me sangraban, los desconcertó. Les dije
que pertenecía al ejército rojo y que formaba parte de una columna de
prisioneros que venía hacia el pueblo. Ellos, los de la hoguera, eran legionarios
y odiaban a los moros. Uno de los legionarios al oírme hablar me preguntó si yo
era de Madrid, le dije que sí, él también, y estuvimos charlando unos
instantes. Me dejaron que secara mi ropa y mis pies, me dieron agua, una lata
de carne, otra de sardinas, pan, tabaco, algunos tomates, una manta y unas
alpargatas, después me dijeron que me fuese, para que si llegaba alguno de sus
mandos no se vieran comprometidos. Así lo hice. Me senté a las afueras del
pueblo y esperé la llegada de la columna de prisioneros en la que iban algunos
de mis compañeros. Cuando llegaron donde estaba yo se llevaron una gran alegría
al verme vivo. Me uní a ellos. En dos columnas, en fila, una a cada lado de la
carretera caminábamos bajo la lluvia, vigilados por los moros desde sus
caballos. Muchos de los prisioneros cargaban a sus espaldas sacos llenos de
vainas vacías de los Mauser y si alguno, por debilidad, caía al suelo, los
moros le disparaban y allí, en la cuneta de la carretera, amortajado por la
lluvia, terminaba su sufrimiento.
Fuente: Y entonces nací yo. (Miguel Gila)
No hay comentarios:
Publicar un comentario