
La escena ya se había repetido antes. Los camareros del
Hotel París en Montecarlo ya están acostumbrados y apenas prestan atención al
hombre levemente ebrio acodado en la barra del bar. Su presencia en el hotel
monegasco es habitual. Tanto que el barman ha bautizado con su nombre -Alfonso
XIII- un combinado de ginebra, dubonet y angostura. Su rostro de mejillas
deprimidas, la mirada ojerosa, su inconfundible bigotito alfonsino. El antaño
Rey de España podría narrar muchas historias: rememorar días de gloria,
desfiles, ovaciones e incluso alguna victoria militar. Sin embargo, prefiere
jactarse de haber quemado cerca de 200 fotografías de contenido erótico antes
de salir del Palacio Real rumbo al exilio. La misma frivolidad que caracterizó
su reinado.
El 14 de abril de 2011 se cumplirán 80 años desde que
Alfonso XIII partiese rumbo al exilio. Apenas seis semanas antes, el 28 de
febrero, se conmemorará el 70 aniversario de su muerte en Roma. En esos casi 10
años de exilio se forjó la leyenda de un Rey si no mendigo, sí forzado a la
austeridad, y que pudo sobrevivir a su deposición gracias a los afectos
(económicos) que le profesó su camarilla de acólitos monárquicos.
Pero, ¿fue Alfonso XIII tan pobre como para no poder vivir
sin el apoyo económico de sus fieles? El Patrimonio de los Borbones, el último
libro de José María Zavala, desmonta esta tesis que no sólo ha servido para
ensalzar a un Rey que fue nefasto para España, sino también para justificar los
excesos del actual Monarca, su nieto. Como repetían los popes juancarlistas:
«Es necesario que el Rey tenga un capital... por lo que pueda pasar en España».
El libro «aspira a destruir en la medida de lo posible ese
mito de rey menesteroso y necesitado, dado que éste dispuso del equivalente a
48 millones de euros actuales depositados en bancos de París y Londres». Una
cifra no demasiado elevada si se compara con los bienes de otros monarcas
europeos, como Leopoldo de Bélgica, pero que sí que se puede calificar de
considerable. Durante la década que duró el exilio, la fortuna del Monarca (48
millones de euros) se redujo a la tercera parte, el equivalente a 18,5 millones
de euros. Según el cuaderno particional de Alfonso XIII -al que Zavala ha
tenido acceso-, 7,5 de los 18,5 millones se adjudicaron a Don Juan de Borbón,
el padre del Rey Juan Carlos. El resto se repartiría entre sus tres hijos
restantes. La cifra indicaría que Alfonso XIII gastó el equivalente a tres
millones de euros anuales hasta su muerte. ¿Una cifra escandalosa?
SAFARIS EN SUDÁN
Durante el exilio, Don Alfonso de Borbón y su familia
disfrutaron de una vida más o menos desahogada: la pensión de la desdichada
Reina Victoria Eugenia (6.000 libras), hasta 11 residencias diferentes,
estancias en hoteles de lujo, temporadas en Suiza, safaris en Sudán, coches,
gastos de personal, las pomposas bodas de su prole... Por no hablar de sus
aventuras en la Costa Azul, donde el Rey y otros compinches de correrías, como
el actor Douglas Fairbanks, compartieron veladas de casino y otros placeres
mundanos. ¿Con qué dinero?
El patrimonio privado de Alfonso XIII se fraguó desde su
nacimiento hasta 1902. En esos 16 años recibió del Estado una asignación anual
de 500.000 pesetas, que sumada a la herencia de su padre Alfonso XII (1.300.000
pesetas, equivalentes a 4,4 millones de euros actuales), hizo que la cuenta
personal del monarca arrojase un saldo de nueve millones de pesetas (35,46
millones de euros de hoy). En los años sucesivos, hasta 1931, Alfonso XIII, se
mostró como un hábil hombre de negocios, ya que logró triplicar esta cifra.
Habría que añadir la fortuna de la Reina Victoria Eugenia y la dotación a los
príncipes e infantes de España, por lo que la suma total administrada por
Alfonso XIII sería de 69 millones de pesetas (144 millones de euros de hoy).
Además, compró dos caseríos en Ollo y Amasorraín (Hernani) y una finca
destinada a la cría de caballos. En 1931, el patrimonio superaba los 44
millones de pesetas (92,14 millones de euros actuales), según el desglose de
sus cuentas presentado a las Cortes el 7 de diciembre de 1932, cuando se
confiscaron sus bienes por enriquecimiento ilícito. Sin embargo, como su vida
privada, la forja de la fortuna alfonsina no está exenta de sombras.
Esperpentos, como diría Valle Inclán: «Los españoles han echado al último de
los borbones, no por Rey sino por ladrón». ¿Afirmación o exabrupto? Según un
informe elevado al Tribunal Supremo el 6 de diciembre de 1933 por Mariano
Luján, titular del juzgado número 10 de Madrid, se inició un proceso en el que
se acusaba a, entre otros, el Rey y a su fiel Jacobo Stuart, duque de Alba de
«lucrarse con apuestas cruzadas en las carreras de galgos» así como de un
delito de estafa y malversación.
En 1929 se creó el Club Deportivo Galguero español, una
sociedad sin ánimo de lucro para fomentar el galgo español, por lo que el
general Emilio Mola le otorgó la explotación exclusiva de las carreras de
galgos y las apuestas mutuas. En realidad, el club deportivo derivaba los
beneficios a la sociedad Liebre Mecánica y Stadium Metropolitano (en cuyo
accionariado constaba el monarca representado por Carlos Mendoza). Desde 1930
hasta la prohibición de las carreras apenas un año después, la camarilla
encabezada por el marqués de Villabrágima, que había importado de Inglaterra
los galgos más veloces, obtuvo un beneficio equivalente a 6,18 millones de
euros y vendieron la sociedad al promotor Enrique Zimmermann, que pagó 12
millones de euros de hoy por el subarriendo del negocio. La querella, que
incluía a Jacobo Stuart y a Alfonso XIII, se admitió a trámite pero tras la
victoria de Franco se diluyó.
INFINITOS PALACIOS
Tras la muerte del dictador, el Conde de Barcelona vendió
los Palacios de Miramar (San Sebastián), La Magdalena (Santander), Pedralbes
(Barcelona), un inmueble en Madrid (Gran Vía 47), cotos en Ávila o la Isla de
Cortegada en la Ría de Arousa (Pontevedra), propiedades que formaron parte de
los bienes oficiales de Alfonso XIII que el régimen de Franco respetó, frente a
los bienes que se consideraron Patrimonio Nacional. Las ventas sumaron 300
millones de pesetas que Don Juan repartió entre sus hermanos. El resto de los
hijos de Alfonso XIII y la triste Ena -don Jaime, doña Beatriz y doña Cristina-
recibieron el equivalente a 2,15 millones. Del mismo modo, Don Juan sumó a su
parte la venta de Villa Giralda (240 millones de escudos) y la Casa de Puerta
de Hierro (2,6 millones), que a su muerte se repartirían sus hijos.
Puede decirse que las inversiones legales de Alfonso XIII
fueron acertadas. El patrimonio alfonsino era como un gato bien alimentado al
que sólo había que acariciar el lomo: el Rey estaba presente en los
accionariados de Hispano-Suiza, Metro o Trasmediterránea, lo que demuestra que,
al contrario de lo que entonces afirmó la «demagogia del momento», no colocó su
fortuna en el extranjero, ni evadió capitales. Aunque como escribe Zavala: «No
es verdad que la Familia Real exiliada se hallase poco menos que en la
indigencia y que viviera de la caridad ajena, como se ha sugerido siempre en
los círculos monárquicos, tratando de preservar equivocadamente el buen nombre
de Alfonso XIII y su descendencia. Inclu-so Don Juan Carlos aseguró en cierta
ocasión: "Cuando mi abuelo se fue de España en 1931, no tenía una fortuna
lo que se dice importante. Por otro lado, que yo sepa, los Reyes nunca han
tenido costumbre de llevarse la caja"». Sin embargo, como concluye el
escritor, Don Juan Carlos no contaba con lo que su abuelo legó a su
descendencia ilegítima. María Teresa y Leandro, los bastardos nacidos de sus
amoríos con la actriz Carmen Ruiz Moragas, recibieron un millón de pesetas de
1931 en una cuenta de Suiza. Sin embargo, la rama Ruiz Moragas no fue la
primera bastardía del Monarca, sino la tercera. En 1915 nació Roger de
Vilmorín, hijo natural del Rey y Melanie de Dortán. Poco después, el rijoso
Soberano se entregó a los brazos de Beatrice Noon, una escocesa que dio clases
de piano a sus hijos. En 1916 nació una niña que, dado que el Rey conservaba el
ducado de Milán, fue bautizada Juana Alfonsa Milán, quien trató a su padre
hasta su muerte, llevando, como escribe su biógrafo Ramón de Franch, «con garbo
de princesa la ilegitimidad de su origen».
El primer hijo natural del Monarca fue admitido como propio
por el marido de Melianie Dortán, Philippe de Vilmorín, un acaudalado francés
que entre otras muchas propiedades era dueño del impresionante Castillo de
Verrières. El Monarca lo trató hasta la muerte de su madre en 1937, pero nunca
trató de asegurarle un futuro económico ya que Valmorín, el padre postizo, era
uno de los hombres más ricos de Francia. Juana Alfonsa Milán no tuvo la misma
suerte que su hermanastro. Sin embargo, Zavala baraja la posibilidad de que los
movimientos que el Monarca efectuó bajo el nombre Duque de Toledo en la
sucursal madrileña del London County Westminster & Parr's Bank estuvieran
destinados a la manutención de la bastarda.
«¡Qué injusticia! Eso le podía haber pasado a cualquiera de
nosotros». Eso es lo que, según recoge la escritora estadounidense Ana Loos,
exclamó el Monarca cuando le contaron que su actor favorito, Fatty Arbuckle,
había sido acusado de violación tras la muerte de una actriz a la que había
penetrado con una botella. «No veía mucha cultura en un rey que quisiera
asociarse con Fatty Arbuckle». Es evidente: los socios (ya fuesen en política o
en finanzas) de Alfonso XIII nunca fueron demasiado recomendables.
Fuente:Esfera libros
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